M.V.M.

Creado el
20/11/2003.


La huida hacia el sur

GEORGES TYRAS

EL PAÍS, 20 / 10 / 2003.


Al inaugurar la Serie Carvalho, entre subnormalidad (Yo maté a Kennedy, 1972) y novela negra (Tatuaje, 1974), Manuel Vázquez Montalbán no sólo se reconciliaba con la posibilidad de recurrir al género narrativo, sino que creaba un personaje capaz de encarnar y metaforizar uno de los ejes temáticos más estructurantes de toda su obra: la obsesión por la huida a los mares del sur, que sur no importa.

Los primeros episodios de la serie se adscriben a un realismo de cuño crítico, adaptado a condiciones sociohistóricas evolutivas y cuidadosamente observadas. La soledad del manager (1977) denuncia las maniobras de una multinacional que financia grupos de ultraderecha para desestabilizar el régimen democrático; Los mares del sur (1979) pone de relieve los mecanismos de la especulación del suelo en las grandes urbes; Asesinato en el Comité Central (1981) interroga sobre las motivaciones del compromiso comunista al salir de la clandestinidad. Cada historia es un brillante entramado lleno de suspense, prueba de que el escritor reinventa a los clásicos, aunque desde una recuperación cada vez más irreverente de los códigos genéricos. Es una evolución paralela a la del protagonista, cuyo desengaño es la cara ontológica del desencanto sociohistórico.

Pepe Carvalho, gastrónomo suicida y amante pasivo, ex agente de la CIA y antiguo militante comunista, letrado distanciado y sociólogo desengañado, examina el mundo desde una postura escéptica cuando no aséptica. Los pájaros de Bangkok (1983) y La Rosa de Alejandría (1984) funcionan como metáforas de la implacable uniformidad del mundo, y, en El balneario (1986), El delantero centro fue asesinado al atardecer (1989) o El laberinto griego (1991), la pasividad del detective, más atraído por las víctimas que por los culpables, muestra que el camino desemboca siempre en la misma impotencia, la misma desilusión. Hasta el punto de que las aventuras siguientes, Sabotaje olímpico (1993), Roldán ni vivo ni muerto (1994) -que apareció por entregas en EL PAÍS-, El Premio (1996), se presentan como alegres zarabandas casi subnormales protagonizadas por un detective paródico de sí mismo. Después de comprobar, en Quinteto de Buenos Aires (1997), que el vínculo entre la política y el delito se ha mundializado a escala planetaria, la serie alcanza ese estado paroxístico de deterioro funcional con ocasión del repliegue o en la reconciliación con Barcelona que significa El hombre de mi vida (2000).

Queda patente entonces que, en términos del escritor, "a diferencia de su antecedente crítico o social, el proyecto realista de la novela policiaca integra y resuelve el problema de la representación, pero ha renunciado a la posibilidad de influir en la realidad". En efecto: si la Serie Carvalho nació como crónica de la transición política española, ha prosperado como crónica de la imposibilidad para la transición de desembocar en una democracia verdaderamente representativa, capaz de acabar con la cultura del poder y de la explotación. A Carvalho sólo le queda la posibilidad de vivir a título personal la ruptura que el país entero ha esperado en vano. De ahí esos personajes marginales que le sirven de paliativos afectivos, esa afición por el sexo y la gastronomía, esas hogueras nostálgicas y bibliófagas y esa ternura infinita para los olvidados de todos los sistemas. Culto de lo que pudo ser y no fue. Varios episodios de la Serie Carvalho, y muchos textos fuera de ella, se ofrecen como variaciones sobre la búsqueda del lugar del que no se quiera regresar. Y el refugio que frente a su impotencia sociohistórica siempre se le ofrece al personaje montalbaneano, a cualquiera de ellos, consiste en "leer hasta entrada la noche y en invierno viajar hacia el sur".

Manuel Vázquez Montalbán ha viajado hacia el Sur y no ha regresado. Los pájaros son iguales en Bangkok que bajo todos los cielos del mundo. Carvalho, mon semblable, mon frère, hemos perdido a nuestro padre, porque a veces la vida es tan cruel como una metáfora. Y sólo nos queda ahora la memoria como último refugio contra la pena y la tristeza.