M.V.M.

Creado el
20/11/2003.


Es mentira

MARUJA TORRES

EL PAÍS, 20 / 10 / 2003.


Vengo de leer la noticia en los principales periódicos de Europa, la noticia en portada, pero ni los trucos de Internet ni las osadas afirmaciones radiofónicas, ni el blablablá de la televisión ni las llamadas de mis amigos o de mi familia, ni sus lágrimas ni las mías podrán convencerme de que Manolo, nuestro Manolo, ha muerto. Ni siquiera cuando le traigan (dirán que le han traído, son astutos) y le exhiban; si eso ocurre, aceptaré que Manolo ha muerto. Porque él mismo se preguntó: "¿Están las cosas porque son o son porque están?", respondiéndose: "El movimiento engendra fantasmas de existencias o el espacio es sólo paisaje para la vida y la muerte de la materia" (Poema de Dardé). Y también (en Ciudad): "... pero sólo serás libre al llegar a Memoria, la ciudad donde habita tu único destino"; por lo tanto, Manolo no puede estar muerto, porque mi paisaje de ninguna de las maneras admite semejante eventualidad y porque, en la ciudad, país, continente o planeta llamado Memoria, su existencia no es un fantasma ni un espejismo creado por un conjunto de movimientos, sino la materia de la que se alimentan los mejores recuerdos.

De modo que pongamos Tatuaje en el estéreo y conduzcamos a la orfandad surgida de las negras mañanas del año de la peste 2003 y sus infames noticias. Conduzcamos a la orfandad por el pasillo. A la cocina. Manolo no puede haber muerto en Bangkok, ¿no se dan cuenta? Sería como un capicúa, ni siquiera un gran escritor como él puede conseguir un final tan literario. De hecho, las primeras informaciones fueron de lo más contradictorias. Mi hermana mencionó el aeropuerto de Melbourne. Elisenda Nadal dijo Hong-Kong. ¿Bangkok? ¡Venga, hombre!

La orfandad camina por el pasillo y, de la estantería gastronómica -qué difícil es caminar entre librerías sin topar con libros de Manolo, de uno u otro género-, la orfandad elige un magnificente volumen, La gula (Reflexiones de Robinson ante un bacalao), y súbitamente comparece el Vázquez Montalbán comensal, anfitrión, amigo, con su delantal y ante sus fogones, feliz en su cocina-despensa del Ampurdán, maldita sea, volcándose de amor y de amistad hacia quienes le queríamos, llegados de un punto u otro de las afinidades electivas. ¿Qué será de las cocinas y de los fogones, y de su estudio y sus muebles y sus libros? Los seres tenemos memoria. La querida Anna, el querido Daniel, su nieto, los amigos, tenemos su presencia en su país predilecto: Memoria. Pero ¿cómo será el vacío de sus ordenadores y sus proyectos, de sus papeles y lápices, que tanto amaba? ¿Qué será de las alcachofas y del caviar y de la salsa holandesa, qué será de los turrones que elegía para nosotros, y de las patatas gallegas y la butifarra envuelta en hojaldre, y de aquellas lentejas con zampone, y de la santa mesa en donde reunía a los suyos (y suyos, de una forma u otra, en mayor o menor grado, éramos muchos), como un Cristo laico, el ateo más solidario y leal que podamos concebir?

Aunque, debo reconocerlo, en el hipotético caso -sólo hipotético, que quede claro- de que don Manuel Vázquez Montalbán hubiera fallecido y no se hubiera largado con los pájaros de Bangkok a echarle un ojo a los mares del Sur (lamento usar esta metáfora: seguro que muchos otros recurren a ella), la parte buena (para ambos) es que por fin Terenci va a tener cerca a alguien que le enseñará a comer bien mientras hablan de cine.

Pero Manolo no puede haber muerto precisamente un día en que no tengo bacalao en mi despensa.

Fíjense que, en lo que llevo escrito, y no soy más que una de las muchas personas que no nos resignamos ante su pérdida, estoy refiriéndome a Manolo no por su literatura, sino en su literatura; no por su vida, sino en su vida. Sin valoraciones, quién soy yo para valorarle, pero empujada por la fuerza de mi cariño hacia su existencia completa. Pues era un escritor total que empalmaba la acción con la didáctica y ésta con la escritura y todas amamantándose de la ética y de viejas lealtades de las que él no podía prescindir porque le producía demasiado asco la insoportable pervivencia de los infames y no quería proporcionarles munición extra.

Le conocí en un ascensor, él iba a la redacción de TeleExprés y yo a la de Fotogramas. ¿Eso importa? Manolo estuvo presente para mi generación desde el principio, no puedo recordar un mundo en el que la verdad no fuera comentada de una manera u otra por Manolo, padre y hermano, hermano sobre todo, de nuestra educación sentimental.

Tímido en los ascensores, delicioso en las mesas compartidas. El buen yantar y la buena conversación le ponían ojos de chinito, risas de niño travieso. Seguramente el niño que recorría el Barrio Chino cobrando recibos de una compañía funeraria se cobraba su revancha comiendo en Casa Leopoldo (Rosa, querida, también tú lloras hoy) y explicando anécdotas sin fin.

Pero si tengo que recordarle como si se fuera, como si nos hubiera dejado, sumiendo este paisaje en una niebla aún más sombría, pensaré en él tal como se puso al volante de su coche, una de las últimas nocheviejas, saliendo de la casa ampurdanesa de Georgina y Oriol, después de la fiesta, vestido con el regalo que unas amigas le habían hecho: un magnífico albornoz blanco. "Para que te lo pongas en uno de esos balnearios a los que vas", le dijeron. Y él, serio como un juez, se puso el albornoz y dijo que era hora de volver a casa. Ana le siguió y él entró en el coche y, mientras arrancaba, alcé la mano para despedirme y grité: "¡Casper, Casper, feliz Año Nuevo!".

"Bangkok tuvo mucha importancia en el pasado de Carvalho", o algo así, alguien tan trastornado como yo me telefonea para contarme que Manolo deja escrita esta frase en su ¿última? -no me lo creo- novela. Mira que si es verdad, mira que si el ateo solidario, el laico leal, manejó su vida hasta el punto de escribir la palabra fin donde y cuando le dio la gana.

He encontrado pescado para un guiso. Quizá un arroz. ¿Qué hago, Manolo? ¿Le pongo ñora?