M.V.M.

Creado el
20/11/2003.


El que nunca traicionó

EDUARDO HARO TECGLEN

EL PAÍS, 20 / 10 / 2003.


Le pregunté sus razones para continuar en el partido comunista, y me dijo: "Por no traicionar al militante de base". Vázquez Montalbán nunca traicionó. Puede que ésa sea una condición ridícula en un mundo de plastilina como el de hoy, donde la gente toma la forma del recipiente que le contiene. Era una época en que el partido se precipitaba de desastre en desastre, y la izquierda empezaba a desmoronarse: incluso cuando creía que había ganado unas elecciones. Es admirable que haya muerto sin traicionar su condición de escritor, de curioso, de viajero. Conocía su enfermedad, y apenas la cuidaba; tenía una capacidad impresionante de lo que no sé si llamar trabajo, porque en él escribir y mirar, ver la gente, escribir sobre ella, imaginar lo que podía ser el mundo en torno, era una condición humana. Escribió sobre los grandes personajes de nuestro tiempo, gruesos libros cargados de datos, de interpretación de los datos, de lealtad -otra vez- a lo real sin perder nunca de vista lo posible y lo imposible. Franco, Pasionaria; el comandante Marcos; el áspero caso Galíndez con el nacionalismo vasco en el exilio y los crímenes de Trujillo. Un periodismo extenso, bien poblado de conocimiento: una investigación no sólo de archivos, libros o mesas, sino de viajes y charlas, de escuchar y anotar en una memoria prodigiosa.

Su primer gran contacto con el público fue la Crónica sentimental de España; fue ante su manuscrito, que había hecho llegar a Triunfo por medio de un antiguo compañero de prisión franquista (Alonso de los Ríos), cuando leí su nombre y me quedé fascinado por su escritura y por su emoción ante unas líricas españolas de calidad popular que habían hecho carne en el español. Lo relataba él mismo en la última columna que publicó en este periódico, que llamaba Triomf, en catalán por cómo había recibido un pensamiento transgresor catalán -y es momento de recordar otro desaparecido de entonces, Luis Carandell- para celebrar el homenaje que todos los de aquella revista rendían a Cataluña por la concesión de la Cruz de Sant Jordi a José Ángel Ezcurra, acto al que no pudo asistir porque en ese momento estaba en Nueva Zelanda, en lo que era el último viaje de su vida. Cuando aquel libro se publicó por capítulos en la revista, hubo que alargar su publicación por el éxito de público. Todavía no había creado su personaje más popular, Pepe Carvalho: un apellido que le enraizaba con Galicia, de la que era oriundo y desde la que su familia emigró a Cataluña. Nunca olvidó esa condición de emigrante, aunque abrazaba Cataluña como suya. Era, en realidad, un ciudadano del mundo, y latía como tantos otros con los más desgraciados del planeta. Una extraña vocación. Se expuso por ellos, les defendió siempre, no escribió ni una sola línea en la que no estuvieran presentes. No escribir en vano podía ser su consigna: estaba en sus ensayos filosóficos y políticos como en sus artículos escritos a vuela pluma. Un día, estando los dos en Lisboa, me llamó Ezcurra por teléfono para decirme que el artículo de Manolo lo había tachado la censura: se lo dije, se sentó inmediatamente, garabateó unas líneas, y en unos minutos estaba su artículo en Madrid. Su calidad era la de siempre.

Nada de eso era obstáculo para su adicción a la gastronomía; era un comilón de gusto, era de los que explicaba a Maite o al chef lentamente lo que quería y cómo lo quería. Alguna vez íbamos a comer un cocido al Picardías -una taberna clásica por el Madrid taurino de detrás de la Puerta del Sol- y después veía pasar una paella para otra mesa, y decía: "¿Y si encargásemos ahora una paella?". Mientras escribía en su casa, cocinaba: se levantaba del ordenador para ir a revolver un poco su guiso del día.

Me miro a mí mismo escribiendo esta necrología indeseada, que me asombra: estos trances del periodismo de urgencia que obligan a volcar la emoción en cuatro líneas mal escritas, con los recuerdos golpeándose. No sé cómo transmitir todo lo que tenía ese hombre de amor por la verdadera humanidad. Solo sé decir como homenaje que siempre me hubiera gustado escribir como él.