M.V.M.

Creado el
17/11/97.


Más cosas:

1) Estudio de Malcolm Alan Compitello

2) Entrevista de Federico Campbell.


LA SUBNORMALIDAD
O EL CAMINO DEL PARAÍSO

FRANCESC ARROYO

Prólogo de Escritos subnormales editado por Seix Barral.


La historia llamada contemporánea se escribe sobre la derrota de Dios. Después de Galileo, ya no era necesario para mover los cielos; Hobbes y Cromwell lo expulsaron del Derecho; Kant, del conocimiento; Darwin, de la naturaleza. Perdido definitivamente un punto de referencia que se creyó perpetuo, el hombre vino a constituirse en nuevo norte para brújulas de navegantes desquiciados. El hombre se creó a sí mismo a su imagen y semejanza y se prometió los más perfectos paraísos para cuando llegase el momento. Expulsado del edén pasado, se concedió el futuro y esa concesión, sobre la que cabalgan Marx y Bakunin, sirvió como paraíso a los discursos sobre la felicidad eterna y terrenal.
Pero no hay edén sin prohibición, ni prohibición que no esté formulada para su vulneración. Así es que el hombre, por segunda vez, perdió su útil inocencia y mordió la manzana del nuevo paraíso y, tras la dulce cáscara de la palabra, descubrió la realidad amarga, y Manuel Vázquez Montalbán pudo enunciar un hecho: "Poner nombre a las cosas que ya están ahí es el único recurso de ese esfuerzo intelectual que consiste en crear paraísos artificiales de lenguaje". Y remataba: "La magia de la palabra es la única fuerza que los intelectuales especulativos pueden oponer a la obscenidad de lo real. De todas las traiciones que comete el intelectual sólo hay una grave: creer que ha entendido algo por el mero hecho de haber sido capaz de ordenar una determinada parcela del lenguaje."

En 1970 habían pasado ciento veintidós años desde que el Manifiesto comunista nos instalara en el paraíso de la creencia en el futuro. Ese año, el Manifiesto subnormal, de Manuel Vázquez Montalbán, levanta acta de su imposibilidad inmediata. Todavía se sabía que de una consigna racional, en el sentido cartesiano del término, como "libertad, igualdad, fraternidad", podía derivarse Auschwitz y estábamos a punto de no poder olvidar que de la propuesta antagónica podía derivarse el Gulag. Era, sí, el tiempo del pecado, nuevamente original, que consiste en saber que el mal existe. Esta vez, el mal histórico.
La izquierda, en general, se había construido ideológicamente sobre la afirmación de la bondad universal e innata del hombre enunciada por Rousseau. Había relegado al baúl de la prehistoria la existencia del mal, y su mera enunciación era observada como una veleidad pequeñoburguesa, cuando no se empleaban palabras más fuertes. Por ejemplo, un rojo abanderado de la verdad, hoy en las filas del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), tras haber dado un rodeo por el Partit dels Socialistes Unificat de Catalunya (PSUC), no dejó de anotar en voz alta que el Manifiesto subnormal "olía a fascismo".

¿Qué era tan extraño libro? Se podría decir que era, y sigue siendo, el libro de Manuel Vázquez Montalbán. Ése en el que un escritor vierte todo lo que lleva dentro. Resumen, síntesis, anteproyecto de obras ya realizadas y por venir. El lector de la obra vazquezmontalbaniana puede encontrar en el Manifiesto desde anotaciones que parecen propias de su Informe sobre la información, hasta rasgos inequívocos de La educación sentimental, su primer libro de poemas, pasando por fragmentos que parecen extraídos de Movimientos sin éxito, el segundo, o de Recordando a Dardé, su primera novela, hoy inencontrable.Todo ello sin olvidar que el mismo espíritu de desconfianza hacia la labor literaria que se da en el texto fue formulada ese mismo año en la Poética que precedía la selección de sus poemas en Nueve novísimos, y que la desazón del izquierdista frente al sistema -la lucidez que acarrea la subnormalidad- es, en el fondo, el tema central de casi todas las novelas de la serie Carvalho, incluida la primeriza, y sin embargo espléndida, Yo maté a Kennedy. Por no citar la evidencia de que Happy end es la novela del final feliz imposible, mensaje explícito en el Manifiesto, y que lo propio ocurre con El pianista, una obra donde la organización del tiempo narrativo no es algo gratuito, sino que le da el sentido del final feliz cuyo futuro infeliz ya se conoce.
No, no había fascismo. Sí había, en cambio, la olorosa chamusquina del vencido por la historia. Del peatón de la historia, escribió por aquella época en la revista Triunfo. Un peatón que, para colmo, debía apechugar con su propia invalidez y andar por la vida con muletas que le sostuvieran el ánimo, que le ayudaran a mantener el temple necesario para sobrevivir en los cuarteles de invierno del alma, único refugio individual ante el avasallamiento de los mensajes.

El Manifiesto subnormal se estructuraba en dos partes: la teoría y la práctica. Términos sacados de las biblias izquierdistas, de Marx y Engels, enriquecidas con las interpretaciones de los profetas del nuevo testamento, desde Marcuse a la escuela de Francfort, pasando por Pasolini y Russell. Dos consignas asumen papel protagonista. La primera, sacada de la obra de Dürrematt: "Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente". Su reformulación teórica es la que sigue: "Teoría de la evidencia. Asumir lo que es evidente, sin pedir explicaciones a la evidencia". La segunda de las consignas está tomada de la observación empírica: "El sistema se sacaba la bomba de la bragueta cada vez que la dialéctica se salía de madre".
Sobre el descubrimiento de la condena eterna, de la expulsión del paraíso, del pecado original, de la muerte del hombre no especificado, Manuel Vázquez Montalbán fue entonando un réquiem que se negaba a serlo con la misma ferocidad con la que Humphrey Bogart se niega, en Happy end, a matar a Lola.
Al igual que Kant expulsaba a Dios por la puerta grande del conocimiento, pero le daba entrada por la pequeña de la fe de su criado, Vázquez Montalbán expulsaba la moralidad de la historia- "la realidad volvió a ser amoral una mañana"- por la puerta grande de la defunción de la idea de progreso, pero le entreabría la puerta a la fe del militante de base. Y la enunciación del cinismo escéptico como norma de vida, expuesta en un verso de un cantable "se vive solamente una vez", dejaba paso a la evidencia de que la vida aún es posible, sin dioses ni tumbas, en la frase siguiente: "Y hay que aprender a querer y a vivir". Era la rebeldía miltoniana. Satanás enfrentado a Dios en un combate de antemano perdido. El hombre asumiendo su ser más allá de paraísos y biblias, armado de una débil aguja para ir intentando reventar las ballenas de la faja con que le aprisiona el sistema: ese equilibrio del terror y del chantaje perpetuo. La subnormalidad asumida sobre la base de dos leyes explícitas: "1. La ley del hábito de la conciencia reflexiva. 2. La ley de la asepsia moral como consecuencia de la saturación de estímulos".
Y, de pronto, "estalló la revolución en forma de verbena". Y nos vimos metidos en un duro berenjenal: "en el absurdo de llamar claro a lo claro, oscuro a lo oscuro", y también en "la ignorancia de que previo al suspiro hubo un lenguaje universal basado en un único fonema, el único que pudo pronunciar el hombre arrojado del paraíso", según escribía el propio autor en las primeras páginas de Cuestiones marxistas.

En el viaje que va de 1970, fecha en la que aparece el Manifiesto subnormal, a 1974, cuando se publica Cuestiones marxistas, Manuel Vázquez Montalbán da a la imprenta un total de 11 títulos. Siendo todos ellos hijos de la pareja formada por su tradición marxista y la resaca resultante del movimiento de 1968, hay cuatro que tienen una entidad netamente diferenciada. Son lo que él mismo ha llamado Escritos subnormales: las dos obras que abren y cierran el período, la novela Happy end y la obra teatral Guillermotta en el país de las Guillerminas. Pero, si los padres son siempre el antecedente más directo de los hijos, conviene no perder de vista a los abuelos, pues, tras las investigaciones de Mendel, es sabido que hay caracteres recesivos capaces de reaparecer cuando menos se les espera. Hay dos de estos caracteres muy presentes en estas cuatro obras como en las 11 del período y, en general, en el conjunto de la escritura a cuatro manos, las del cuerpo y las del alma, de Vázquez Montalbán, a saber, lo que se ha dado en llamar Cultura, así, con mayúscula, y lo que se denomina subcultura.

Manuel Vázquez Montalbán es un hombre que posee la llave del sagrario donde los sacerdotes depositaron la Cultura, para uso y abuso exclusivo de minorías vencedoras de todas las guerras, pero no ha dejado nunca de tener una oreja puesta en la subcultura con la que, a través de radios y televisores, se alimentaban los vencidos de las entreguerras y posguerras. La subcultura, término que no tiene connotación negativa alguna, de la que se nutre MVM antes de escribir estas obras es, fundamentalmente, la televisiva. Pero la de una televisión que no tenía más colores que el blanco y el negro. Y él se transforma en analista de los grises y descubre, aplicando el bísturi de la Cultura a la subcultura, la variedad de tonalidades presentes en la subcultura popular.
Pero Vázquez Montalbán no es sólo un analista sino y, fundamentalmente, un creador, un poeta, en el sentido en que los griegos le daban al término poiesis: transformación creativa. Y así, en estos años, publica dos libros de poesía: Coplas a la muerte de mi tía Daniela y A la sombra de las muchachas sin flor, ambos en 1973, con claras inspiraciones, ya desde el título, de autores tan Culturales como Manrique y Proust, pasados ambos por el tamiz de mayo del 68. Aparecen también dos textos de análisis político: La via chilena al golpe de estado (1973) y La penetración americana en España (1974); dos volúmenes dedicados a la canción: la antología Cancionero general de España (1971) y Joan Manuel Serrat (1972), además de la novela Yo maté a Kennedy (1972) y El libro gris de la TVE (1973).

Podrá parecer una casualidad, pero no lo es en absoluto que una misma estrofa de un cantable se repita en dos libros:

Por nuestra juventud
en que llenos de inquietud
tuvimos fe
y deseos de vencer

eso era, claro está, antes, cuando aún había octubres. Ahora, pregunta en Cuestiones marxistas Groucho Marx:
-¿Estamos en octubre?
-No.
-Qué pena.

Y ahí se acaba porque se ha iniciado un camino que será recorrido sin prisas pero sin pausas y que lleva, inexorablemente, al exterior del paraíso, al lugar de la condena en el que hasta el bigote de Groucho ha dejado de existir.

Pero, ¿qué es el paraíso? Hay un autor marxista y sin embargo inglés que lo ha explicado bien: el paraíso es el lugar en el que el hombre vive liberado de la producción monótona y repetitiva. El mito del paraíso perdido, explica John Bernal, refleja el transito del paleolítico al neolítico. Primero, el hombre era cazador y recolector. Era libre y podía ir donde quisiera. Luego, aprendió a sembrar y la naturaleza lo esclavizó, tuvo que vivir pegado a la tierra, sembrando, regando, recolectando o trillando cuando la física y ya no él había decidido. Más tarde vino la división técnica y social del trabajo, la acumulación de capital, la explotación del hombre por el hombre y la necesidad de magos de las palabras que evitasen que ciertos hombres descubrieran que los causantes de sus condenas no eran tanto las lluvias y los rayos como los intereses de otros hombres. Para eso sirvió durante años el lenguaje, la filosofía y la literatura. Pero también la canción y la pintura, la música y el teatro, artes diversas pero puestas todas al servicio de una misma religión, no importa cuál, que no se recataba en reconocer que esto era un valle de lágrimas a cambio de garantizar la felicidad eterna al precio de la sumisión resignada. Ni siquiera cabía el recurso de protestar por la falta de pañuelos, porque los sacerdotes eran muy suyos y se sacaban la hoguera o el alfanje de la misma bragueta que hoy alberga los misiles disuasorios.
Vinieron luego los ilustrados y uno de ellos proclamó a voz en grito, poco antes de morir acogotado: "la fuerza de la razón y no las armas, propagará nuestra gloriosa revolución". Lo dijo en el francés revolucionario y estentóreo en el que, casi un siglo después, Cohn Bendit y otros tantos arengarían a los nuevos dueños por un día de las calles de París, poco antes de que casi todos crecieran y su aventura vital sirviera para que los publicitarios escribieran, junto a sus fotografías repetidas en el tiempo, el siguiente anuncio, real como la vida misma: "1968: changer la vie. 1988: changer la cuisine". Lo firmaba una marca de muebles. Nadie se preguntó esta vez:

-¿Estamos en octubre?
a lo que cualquiera hubiera podido contestar tranquilamente:
-No.
sin que nadie, o apenas nadie, añadiera
-Qué pena.
Ni siquiera sonó por las emisoras un viejo cantable:
Por nuestra juventud
en que llenos de inquietud
tuvimos fe
y deseos de vencer

En medio quedan, sin embargo, algunas aventuras personales e incluso una letárgica conciencia de que Bernal no lo había dicho todo. No, el paraíso no era sólo la caza, no era sólo un sur real o fingido al que dirigirse. El paraíso era, sobre todo, la conciencia de la existencia del sur. El saber que no había gestos inútiles porque al final de alguna parte estaba, no el lugar del que no se quiere regresar, sino aquél que ya no es necesario buscar. Esa conciencia, ese saber, era lo que había dado vida a tantos esfuerzos de tantos hombres que habían dado su vida y sus esfuerzos porque tenían esa conciencia. Era lo que latía en el trayecto de Humphrey Bogart, en Casablanca y en Happy End. Y hasta el intelectual, "curioso cafre alfabetizado", encontraba sentido a su vida gracias a un imperativo: "Conecta tu malestar al del proletariado, funde tu rebelión en la gran rebelión y sólo así conseguirás dar algún paso en dirección al paraíso", escribió Manuel Vázquez Montalbán en Cuestiones marxistas. Y volvió a escribir poco después en Happy end: "¿Me sigue? Te educan en la esperanza del paraíso y te conducen por el camino que te lleva al absoluto. Y cada día reduces a la escala de tu vida cotidiana la conquista del paraíso y el camino del absoluto. A lo sumo consigues volver a casa y dormir en paz".

He aquí el destino de la vieja historia. El intelectual, al fin, descubriendo, mucho antes de que vinieran los posmodernos a liarla, que la historia es siempre el presente y que nos han tomado el pelo a base de vendernos el mañana prometido a cambio de un hoy que nunca acaba. Ése es el verdadero pecado original. Saber. Saber de la existencia del tiempo. La inocencia es, precisamente, la no ciencia, el no saber. Pero el hombre quiso ser como Dios -o en su defecto como el dueño de la empresa o el presidente del consejo de administración de un banco-, comió del árbol de la ciencia del bien y del mal y supo lo que era el bien, por su ausencia, y lo que era el mal. O, para decirlo simplemente: supo. Como el niño descubre la vaciedad de los pronombres, del yo y del tú. El pecador descubre la vaciedad de los adverbios de tiempo, del hoy y del mañana. Inmutables en su sentido en cada amanecer.

Y, sin embargo, "era imposible vivir sin estar en el camino de alguno de estos paraísos, con los labios amorrados a las tetas de uno de los dos absolutos", volvió a escribir refiriéndose a los dos únicos y auténticos paraísos: el pasado, Dios, o el futuro, la dialéctica. En medio, justo en medio, nos hemos quedado un poco todos. Huérfanos de Dios, que murió de muerte natural por obra y gracia de Galileo y Hobbes, de Cromwell y de Kant, de Marx y de Darwin, que lo mataron poco antes de que llegara el chuleta de Nietzsche a apuntarse un asesinato que nunca se hubiera atrevido a cometer.
Con algo bien aprendido del viejo Menelao:
"Aprende que el sentimiento griego de la vida enseña que somos víctimas o verdugos y que las víctimas sólo pueden subdividirse en humilladas y ofendidas. Si eres alto de tensión serás una víctima ofendida y si eres bajo de tensión serás una víctima humillada. Me parece que ya te lo he enseñado todo. De la literatura griega sólo puedo decirte que hay un largo silencio lleno de cuchicheos. Jamás la literatura enseñó nada a nadie. Nada enseña algo a nadie. Ni los ojos. Un impulso te hace vivir y tratas de aprender a vivir, y el aprendizaje sin fortuna es la vida misma".


Más cosas:

1) Estudio de Malcolm Alan Compitello

2) Entrevista de Federico Campbell