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Columnas de Manuel Vázquez Montalbán
      publicadas en EL PAÍS (y 3)

Creado el
8/10/97.


Fútbol.

Anguita

30/6/1997

Cuando se haga el balance de la etapa Anguita al frente del PCE y de IU habrá que habrirse paso por una maraña de desinformación y tergiversación del personaje, aprovechándose de su pasmosa voluntad de punching. Anguita carece de percepción mediática y eso es grave cuando no se dispone de medios de comunicación propios para ofrecer correcciones o alternativas a la imagen que te construyen los otros. Podrá responder Anguita que su reino no es el de la opinión, sino el de la sabiduría, y adiós muy buenas. Pero las acciones de IU cotizan en Bolsa, es un decir. Las propuestas de IU pasan por el supermercado ficticio de las diferencias ideológicas y estratégicas y han de tener en cuenta la competencia desleal de los estuches mejor diseñados, aunque a veces estén vacíos. Anguita parece exclusivamente diseñado por sí mismo y al mérito de lo auténtico conviene restarle el demérito de lo indigerible.
Cuando dejó la alcaldía de Córdoba por la secretaría del PCE y la presidencia de IU, Anguita ofrecía la frescura de cabeza y lenguaje de un hombre de izquierdas que no tenía nada que perdonarse. Casi 10 años después, Julio ha acabado apresado por el diseño de sus peores amigos y más capaces enemigos, diseño interesado de un místico obsoleto que todo lo repite tres veces: Sanctus, Sanctus, Sanctus. Hay quien muere de éxito y hay quien muere de rigidez, prestando el flaco servicio de esculpir ideas muy válidas en mármol de lápida. Si algún día Julio Anguita hablara en verso libre y no en octosílabos, estaría en condiciones de romper el maleficio de la silueta de mármol en la que le han apresado.
Cuando Anguita insiste: programa, programa, programa, está avisándonos de que detrás de su caricatura manipulada hay un proyecto válido. Entonces, ¿por qué no se quita la caricatura?

 

Camila

16/9/1996

Como frecuente consumidor de prensa del corazón quiero testimoniar mi más decidida toma de partido por Camila frente a Diana en el apremiante asunto de las afinidades eróticas del príncipe Carlos de Inglaterra. Ignoro si es necesario escribir al príncipe o a la Cámara de los Lores o a la de los Comunes, pero espero que el embajador del Reino Unido en Madrid haga llegar esta columna a quien procediere para que conste. No es una decisión fácil, ni precipitada, la mía, porque desde hace años he seguido este delicado enredo y si bien en un principio consideré la inclinación por Camila como una excentricidad del heredero, tan partidario de la arquitectura Tudor que ni siquiera acepta la posvictoriana, con el tiempo he ido comprendiendo las ventajas carnales y espirituales de la señora Camila, no hecha para desplegable de Play Boy, pero sí para la sinceridad de las habitaciones para dos con poca luz y mucha voluntad de tacto.
El erotismo de Diana es de hornacina del Museo de la Tubercolosis o de caja de camión de transporte largo, para sueños de bachilleres inmaculados o de camioneros que nunca han probado un blinis con caviar de caracol ni un pastel de ancas de rana. Camila es como un buen pastel de riñones y abastece la imaginación erótica de cuantos consideramos que no deben estar reñidos la realidad y el deseo. Camila comenzó a resultarme indiscutible cuando se divulgaron las conversaciones lascivas que era capaz de sostener con el príncipe y de salir luego a la calle con la misma expresión de experta cazadora de príncipes ingleses malmaridados. Dentro de la silueta de una fondista de novela inglesa del XVIII, Carlos de Inglaterra ha sabido encontrar el cuerpo de una reina y una conversadora aceptable sobre arquitectura Tudor.

En la muerte de Diana: "Lady Di o la subversión subversivamente correcta".
 

'In memóriam'

23/12/1996

Le conocí en La ladrona, su padre y el taxista y no hubiera dado entonces un duro por Mastroianni, ahora uno de los emblemas de la cinematografía secular, portavoz de la melancolía caótica de Fellini, y tal vez sea la melancolía caótica el único balance cognoscitivo inocente que nos deje el siglo de las luces fundidas. El primer aviso de que Mastroianni, como la vida, iba en serio fue La dolce vita, pero lo que me impactó fue el uso del actor que hizo Fellini en Otto e mezzo, tan bien narrado por Camilla Cederna en el libro del mismo título dedicado a la trastienda de la película. Ya lo traduje en 1963 por encargo de Carlos Barral, desde la disposición anímica del veinteañero asombrado ante la crisis de identidad del cuarentón Fellini, que delega sus malversaciones íntimas en el actor como médium.
Luego Mastroianni demostró que aunque asumía la paradoja del actor -no emocionarse para emocionar-, progresivamente le quedaban en el rostro las arqueologías de tantos aprendizajes de conductas, por más distanciamiento diderotiano o brechtiano que ejerciera. El Mastroianni de Ginger e Fred, de Fellini, o La nuit de Varennes y Giornata particolare, de Ettore Scola, ya había cumplido el precepto de Pavese: "Todo hombre a partir de los 40 años es responsable de su cara". Con más esperanza de vida, ahora somos responsables a partir de los 50.
El viernes reprodujeron una entrevista televisiva con Mastroianni. Ecce Homo Pereira. Ojos de animal viejo, melancólico, enfermo y un mostacho hipócritamente melifluo por canoso, ya inútil parapeto ante los otros. Definitiva responsabilidad del rostro, la muerte obscena, reaccionaria, asomaba en las canas agusanadas del bigote de Marcello. Urgentemente comprobé en el espejo la amenaza de mi mostacho canoso, residuo y aviso de un fracasado ocultamiento. Justiciero, me lo afeité. In memóriam.


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