M.V.M.

Creado el
28/11/1997.


Sobre el libro Moscú de la Revolución:

1) Prólogo de M.V.M.

2)Reseña de Miguel Bayón


De la ciudad socialista a la ciudad de la barbarie

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

EL PAÍS, 27 / 11 / 1997


El premier ruso, Borís Yeltsin, ha denunciado el error leninista que hizo posible la Revolución de Octubre, la existencia de la URSS y la de todos los dirigentes que han sido necesarios, desde Stalin al propio Yeltsin, para deconstruir la ciudad socialista. Cualquier viajero por el Moscú actual paseará por una ciudad con el escenario preparado por el clasicismo socialista, el pompier estaliniano convertido en improvisado campamento para los topos y urdidores del capitalismo salvaje. Al recorrer la avenida Kalinin paseamos por un desfiladero marcado por rascacielos con la insuficiente voluntad superadora, descongeladora del pos-stalinismo. Esos rascacielos de la avenida Kalinin son obra de Posojin, uno de los arquitectos que aliados con los burócratas vencieron los proyectos de Le Corbusier, el Bauhaus o Leonidov. Si en el Renacimiento un miembro de la familia Borja, san Francisco, contribuyó decisivamente como general de la Compañía de Jesús a desarmar la creatividad que habían representado su bisabuelo, Alejandro VI, y su tío abuelo, César Borgia, con el propósito de impedir la propagación de la ciudad pagana y recuperar la Ciudad de Dios, la Revolución Francesa tuvo en la reacción Thermidor el mismo instrumento de deconstrucción, la soviética lo tuvo en la reacción estaliniana y sus secuelas.
El cambio produce vértigo y nunca hay suficientes hombres nuevos para propiciarlo, asumirlo, ultimarlo. Siempre en lucha contra lo viejo, lo nuevo acaba desapareciendo en lo inevitable. El Estado patrón silenció en la URSS el lenguaje del cambio y ni siquiera los arquitectos pudieron hacer urbanismo irónico. Los pintores trataron de hacerlo al precio del ninguneo y de la sepultura de la obra singular. Los escritores a veces cayeron en los campos minados de la censura o de la muerte, como Pilniak o Mandelstam, pero las más veces tuvieron que esperar al deshielo de los años sesenta para recordar críticamente aquellos tiempos en que la ciudad socialista se construía y se destruía en unidad de contrarios. Novelas como La casa del malecón, de Trifonov; Los hijos de Arbat, de Ribakov; Los vestidos blancos, de Dudintsev, o Vida y destino, de Vasili Grossman, iban más lejos que el deshielo eheremburguiano y recuperaban una memoria crítica, es decir, le quitaban la memoria al Estado y a su literatura oficial, para devolvérsela a la ciudadanía. Un poder totalitario se asienta sobre la usurpación y el monopolio de la memoria, y cuando empieza a debilitarse ese monopolio, se debilita el Estado. El franquismo perdió la batalla cultural gracias a una literatura al servicio de la memoria crítica. La ciudad estalinista, también.
Cuando estalló la perestroika se impuso su Biblia, un libro titulado La única salida, mosaico de percepciones sobre el cambio desde el socialismo democrático. La única salida para la URSS era la perestroika, la regeneración de un proceso liberador del socialismo secuestrado, la superación del final de la Historia en versión del socialismo real por la llegada a un socialismo dinamizador y no economicista. Recordemos la seguridad que transmitía una revolución democrática desde arriba respaldada por dos aparatos presuntamente sólidos: el Partido Comunista y la KGB. Falsas seguridades. Por el Moscú de la perestroika circulaban carteles críticos, con parecido espíritu creador al de los cartelistas de los años veinte, y en uno de ellos vi algo que con el tiempo se me reveló premonitorio: Gorbachov ante una orquesta, la batuta en la mano pero sin partitura.
Si la revolución, un sueño convertido en pesadilla, dejó paso al sueño democrático, años después, desbordada la perestroika, aquella sinfonía sin partitura, la democracia es una pesadilla de prostitución e infanticidios, según la lógica del capitalismo salvaje y la impotencia de fiscalización democrática de una sociedad en manos de las mafias y de conversos neoliberales totalitarios. «Se dice que la democracia permitiría abrir un grifo de agua fresca y en realidad nos ha conectado con las alcantarillas», declaró el director cinematográfico Nikita Mijalkov, uno de los artistas parademocráticos más significativos. El fracaso de la Revolución de Octubre se debió, por una parte, al incesante bloqueo al que fue sometido por el bloque capitalista, desde la guerra civil entre rojos y blancos hasta la guerra de las galaxias, pero sobre todo a la falta de interrelación entre la base material y social y la consciencia civil. Gide se maravilla durante su visita a la URSS en los años treinta de que una república de trabajadores necesite héroes del trabajo, es decir, estimular una consciencia que debería ser connatural con la dictadura del proletariado. El socialismo voluntarista leninista fracasó por una malformación del vanguardismo que a medio plazo ya produjo la paradoja de que el hombre nuevo o el hombre total, el imaginario concreto del sujeto histórico de cambio, se identificara con la burocracia estaliniana más que con el épico y desgraciado héroe de Así se templó el acero de Ostrovski y de que finalmente el hombre nuevo creado por la Revolución fuera un burócrata liquidacionista introductor del capitalismo salvaje llamado Yeltsin, criado con la acumulación del trabajo voluntario o del trabajo esclavo. Sin la Revolución de Octubre buena parte de los burócratas que han liquidado el socialismo soviético nunca hubieran llegado a la cumbre social.
La deconstrucción de la ciudad socialista iniciada sistemáticamente por los estalinismos ha conducido a un caótico campamento neocapitalista, todavía no ciudad, lleno de aventureros, buscadores de oro, protagonistas de una posible adaptación de la obra de Brecht, Grandeza y decadencia de la ciudad de Mahagonny, en la que colaborara Walter Benjamin, autor de un más que nunca ejemplar diario sobre el Moscú preestaliniano. A todos los ciudadanos de Mahagonny, buscadores de oro y felicidad, se les ha prometido la libertad de comer, de amar y de beber, pero sólo comen, aman y beben los más fuertes, los más ricos, y la brutalidad de las relaciones conduce al caos y a la autodestrucción del imaginario de la ciudad. Sarcasmo que los versos de Brecht puedan servir para explicar la autoliquidación de la ciudad socialista. Canta en Mahagonny Paul Ackerman, un leñador de Alaska: «No tenemos necesidad de ningún huracán / no tenemos necesidad de ningún tifón: / la catástrofe que puede provocar / podemos provocarla nosotros / podemos provocarla nosotros mismos».
Moscú no sólo fracasó como proyecto de ciudad socialista, sino que tampoco ha logrado el skyline de ciudad democrática y sigue deconstruyéndose hacia formas de vida y convivencia premarxistas, controladas por represores reciclados y mafias que representen la tentación constante de la ciudad de la barbarie.


Sobre el libro Moscú de la Revolución:

1) Prólogo de M.V.M.

2)Reseña de Miguel Bayón