M.V.M.

Creado el
25/7/99.


Policías y ladrones o el juego qur quería ser real

RAFAEL CONTE

EL PAÍS, LIBROS, 5 / 8 / 1984.


No se sabe muy bien si los niños de hoy en día siguen jugando a policías y ladrones: no existe bibliografía sobre el tema. Sobre lo que sí hay, y en abundancia es sobre la afición al mismo que parece haberse despertado en nuestro país, en los últimos años, entre las generaciones adultas, al menos —y por lo que nos concierne hoy— entre los escritores y sus lectores, cuyo número, aunque no insignificante, sigue sin ser legión. La novela policial —policíaca, decíamos en mis tiempos— parece haberse adueñado tanto de los escaparates como de la inspiración de nuestros escritores más jóvenes, o de quienes todavía aparentan serlo sin sonrojo.

Ya no se trata de la concesión de autores más o menos consagrados —Manuel Vázquez Montalbán—, ni de la confesión de los técnicos —Tomás Salvador—, ni de la apelación de los realistas —Isaac Montero—, de los que sufren la literatura y la parodian —Eduardo Mendoza—, o de las feministas —Rosa Montero, Lourdes Ortiz—, o de los escarceos de los posmodernos —Félix Rotaeta— o simplemente de los divertimentos de los intelectuales cansados de serlo, como Fernando Savater o Giménez-Frontín. Es todo eso a la vez y mucho más. Se trata de la moda más potente, eficaz y sospechosa de todas las que han surgido desde que la democracia intenta serlo y la edición busca su difícil supervivencia en este mundo posindustrial de nuestros pecados.

Una moda, sí, no hay por qué rasgarse las vestiduras: Homero, Shakespeare y Cervantes rindieron a esta palabra sus correspondientes tributos —a la leyenda, la historia o los libros de caballerías al revés, cada cual según sus intenciones— sin apearse por ello de sus exigencias y de sus geniales condiciones. Como todo suceso o acontecer, es necesario entonces examinarla, analizarla, y dar razón de sus razones o de sus extravíos y manipulaciones corredspondientes: con toda la sencillez del mundo, desde luego, pero con la debida lucidez para poder así descubrir nuestros implacables autoengaños. Qué le vamos a hacer, hay que seguir viviendo, esto es, leyendo.

De la novela policial a la novela negra

    La novela policial, invención ya certificada de Edgar Allan Poe, dejando aparte atisbos y precursores desde los chinos a Voltaire, se planteó primero como un juego intelectual, como todo el mundo sabe, desde S. S. Van Dine hasta Agatha Christie; la novela policial anglosajona se presentaba como la heredera legítima de Poe, y la acción desenfrenada sólo era cultivada en un principio por los aventureros franceses, más dados al folletín que a la detección, de Gaboriau a Gaston Leroux; pero las crisis del mundo contemporáneo agitaron aquellas aguas en principio tan tranquilas y a finales de los años veinte, limitando con el crack de la bolsa y la subsecuente depresión, surgió incontenible la que hoy se conoce con el nombre de novela negra, que con el tiempo ha ganado la batalla a la narración policial tradicional, repleta de orquídeas en sus invernaderos y de células grises excesivamente desgastadas, con permiso de las habitaciones cerradas de John Dickson Carr y Gideon Fell. La irrupción de Dashiell Hammett y Raymond Chandler en este panorama conmovió los cimientos del género, que ya no volvió jamás a ser lo que era.

Primeras traducciones de novela negra en España

    Bueno: la novela negra es la novela policial de nuestro tiempo, y el resto no es más que arqueología. Lo que sucede es que la moda en España ha llegado demasiado tarde y demasiado impregnada de oportunismo mercantil. Los libros de Hammett y Chandler ya habían sido vertidos al castellano ha luengos lustros, desde aquella célebre colección de GP Policíaca hasta las ediciones en piel de Aguilar, llegando hasta el libro de bolsillo de Alianza en los finales de los sesenta. Ross Mac Donald aparecía en la argentina El séptimo círculo. Patricia Highsmith en Carroggio y Noguer, y Hadley Chase y Peter Cheyney con su inefable Lemmy Caution estaban ya en poder de todos los aficionados. No nos llamemos por lo tanto a engaño, pues estos últimos años de la moda impulsada por lanzamientos editoriales, publicitarios o televisivos —los telefilmes norteamericanos hicieron el resto, desde Los intocables a Starsky y Hutch— no han supuesto ningún descubrimiento. Todo estaba ya descubierto, sin excepciones apreciables, hacía ya varios lustros. La novela negra en España no ha pasado de ser un mediterráneo más.

Novela policial española en la posguerra

    Pero estos redescubrimientos han provocado una consecuencia nueva: son ahora los escritores españoles los que se lanzan al cultivo de este género, que está dejando así de ser foráneo para convertirse en nacional y hasta en autonómico. Los primeros intentos serios en la posguerra española para hacer novela policial —dejando aparte prehistorias— no llegaron influidos por la novela negra norteamericana, sino por Simenon en todo caso (y de hecho, Simenon y la Christie son los dos autores policiales más vendidos en España en toda su historia). Pero Maigret no es ni negro ni detectivesco, sino una mezcla de ambos estilos, ya que el gran narrador belga procedía del contexto francés, y llegó al realismo a través de los folletinistas y de Balzac, que tampoco son tan distintos a no ser por ese maldito detalle de la calidad, algo que ahora, a pesar de todos los intentos, sigue sin pasar de moda.

Así, Mario Lacruz se inventó El inocente, Tomás Salvador —que por su profesión de policía y su vocación por la novela de acción y realista llevaba mucha ventaja— publicaba Los atracadores y El charco, y finalmente Francisco García Pavón explotaba el costumbrismo manchego injertándolo en un personaje en principio original: el Plinio. Pero Lacruz interrumpió su carrera como novelista para editar muy bien a otros novelistas, Salvador se intelectualizaba y se hacía, por lo tanto, peor, y García Pavón se repetía sin avanzar demasiado. Y así llegamos a finales del franquismo y los primeros años de la democracia, en la que una de las modas lanzadas —entre las narraciones políticas o las históricas— que más éxito tienen es la de la novela policial a la manera norteamericana, pero también a la española, y que no nos cojan confesados, que es peor.

La novela policial española a partir de los setenta

    El primero y el mejor fue Manuel Vázquez Montalbán, desde luego, a quien un personaje de una novela política —Yo maté a Kennedy— se le independizó para interpretar Tatuaje y se convirtió en nuestro común patrimonio y amigo Pepe Caarvalho, al que ahora, desgraciadamente, le van a poner cara en televisión. ¿Sobrevivirá? Es difícil creerlo. Carvalho no tiene otro rostro que el de su creador, porque además no es otra cosa que un espactador tierno y con cierta suerte, que desgrana sus historias sin complicarse demasiado la vida en busca de argumentos más o menos violentos o sofisticados. En resumidas cuentas se trata de un sabio y escéptico periodista que ha llegado a la madurez de no intentar traspasar sus debidos límites.

Tras Vázquez Montalbán llegó el diluvio. Hasta un británico profesor de español en Oxford, que se oculta bajo el seudónimo de David Serafín, ha creado un género de novela policial, no exactamente negra, más simenoniana, levemente costumbrista también y con ciertas dosis de detección, escrita en inglés —se han traducido ya al castellano dos, con el título de Sábado de Gloria y El metro de Madrid—, en las que se retrata con humor, superficialidad y corrección anglosajona las más aparentes contradicciones de la transición democrática española. Pero abundan los narradores abocados fatalmente a la temática policial como Andreu Martín y Juan Madrid, o a buscar a su través soluciones a otros caminos, como la mayoría de los restantes citados.
    No hay que olvidar, sin embargo, que a este género le falta siempre algo, un último dato final para acceder al nivel del arte. El propio Raymond Chandler, que traspasó la frontera, lo explica en una de sus cartas: la novela policial necesita un truco artificial, una convención infranqueable, para seguir adelante.
    De ahí el problema que aqueja a los mejores escritores citados, a Manuel Vázquez Montalbán, el maestro, o a Eduardo Mendoza, el narrador mejor dotado: no se creen el género que utilizan, no caen en esa trampa de la convención interior, necesitan siempre justificar mediante otros datos —la cultura, la política, el humor, por ejemplo— unas obras de las que en profundidad descreen. Hasta el reciente Pájaro en una tormenta, de Isaac Montero, se transforma en una narración realista y ética, y eso la salva; y otro de los mejor dotados, Jorge Martínez Reverte, deshace sus libros policiales —los de Gálvez— entre el humor y la política, pues si se pone serio la tragedia le abruma, como sucedió con El mensajero. Lourdes Ortiz creó un detective femenino con gracia y agilidad, pero no ha insistido después, y Rosa Montero sólo ha tocado el género tangencialmente en Te trataré como a una reina, pero es un problema de ambiente, no central de su obra.

Los mejores: Juan Madrid y Andreu Martín

    De toda esta frondosa lista hay sin embargo dos escritores que sí creen en su tema. Se trata en primer lugar de Juan Madrid, del que es una pena el final desordenado de su último libro, Nada que hacer, que no supera el éxito conseguido con el anterior, Las apariencias no engañan; pero ambos están muy bien escritos. El otro es Andreu Martín, que se ha convertido en el primero de la clase: es el mejor, el más prolífico, el más profesional, el que con más intensidad cree en el género que practica, y quien mejor transmite esta convicción a sus lectores.
    Su última novela, la décima que publica, El caballo y el mono, es un ejercicio alucinante de violencia y ritmo, una incursión trepidante e imaginativa en el mundo de la droga. Cree en la convención que el género policial necesita, y se aleja de toda posible adherencia o impureza, aunque se trate de las literarias. Por eso será también, dentro de su perfección, el más limitado, el que menos nos hará pensar, después de tanto temblar, después de haber leído. Éstos son los límites de este fascinante y divertido panorama, que al menos ha removido las tranquilas y adocenadas aguas de nuestras lecturas, más aptas las de este género en estas cansinas y torrefactas fechas.