M.V.M.

Creado el
17/2/2002.



¿Era Carlos Fuentes o
era Jorge Negrete?

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

incluido en Carlos Fuentes, premio Miguel de Cervantes 1987, Ministerio de Cultura, Madrid, 1988.


    Había otras celebridades y además Juan Goystisolo trataba de convencerme de que el mejor plato de la cocina española comparado con cualquier delicia de la cocina árabe es una fabada y decía la palabra fabada con todas sus peores polisemias, si las hay. Había otras celebridades y además un irresistible impulso de arqueólogo de mi propia memoria me llevaba una y otra vez al rincón donde Lilian Hellman y Barbara Probst Salomón recordaban viejas fechorías antifranquistas perpetradas en la punta de Manhattan antes y después de la muerte de Dashiell Hammet, un antes y después que hasta ahora ha pasado desapercibido a los eruditos del subsuelo moral de nuestro tiempo. Había otras celebridades y además era un espectáculo sádico contemplar cómo flotaba el señor embajador de una España aun transdemocrática, yerno de Arburua y cuñado de Marcelino Oreja, tratado por Bárbara, la anfitriona, con una desconfianza amable o con una confianza distante, para ser más aunque inútilmente exactos. Nueva York. Un sobreático sobre la Vª Avenida. Una noche de un año cualquiera de la transición del franquismo al infinito.
    A pesar de que había otras celebridades, en cuanto me dijeron que estaba Carlos Fuentes pensé que era el que me faltaba en mi barcelonesa colección casi completa de amigos y conocidos del boom latinoamericano, un espléndido catálogo de escritores shamanes en el que Fuentes, muy apreciado por mí ya desde una juvenil lectura de Las buenas conciencias, ocupaba un lugar de excepción por su equilibrio entre el respeto al dramatismo de la Historia y un no menor respeto a la dictadura de lo literario. Fuentes, sin dejar de ejercer como uno de los grandes shamanes de la literatura mexicana sabe convertir esa al parecer inevitable condición oracular en materia y manera literaria, es decir, no se le ve el plumero de brujo, ni la capa pluvial de cardenal primado como a otros, aunque es brujo y cardenal primado adjunto, así en el cielo como en México.
    Nunca le he pedido un autógrafo a nadie, ni pienso hacerlo, y por lo tanto si pedí a Juan Goytisolo que acercara a Carlos Fuentes a mi mano tendida no fue para tocar ídolo, sino para tocar literatura leída y compartida, es decir, coescrita si Goethe tenía razón cuando afirmaba que toda hechura estética al menos es cosa de dos. Si Las buenas conciencias había sido un estimulante descubrimiento, Cambio de piel se alineaba en mi memoria lectora junto a La ciudad y los perros, Tres tristes tigres, Cien años de Soledad o cualquier relato, de cualquier tamaño de Julio Cortázar, como prueba de que el boom no había sido una conjura editorial sino el resultado de coincidencias astrales irrepetibles. Por todo ello, Juan Goytisolo se prestó a ayudarme a sacar a bailar a Carlos Fuentes y le sorprendimos en un diálogo de dintel con otra celebridad, diálogo de ministro plenipotenciario para arriba, supongo que lleno de petróleos y minas de tungsteno, de conspiraciones del golfo y bielorrusas fugitivas del terror rojo, amarillo, naranja que es la síntesis cromática del rojo y del amarillo. O tal vez era un editor tan extranjero como apetecido. Lo cierto es que Carlos Fuentes interpretó mi voluntad de saludo como un ruido y me ofreció el perfil, sólo el perfil de su rostro y la mano como si fuera una coma en una frase que no me pertenecía. Ni siquera un punto y coma.
    No obstante, con el perfil tuve bastante para incubar una duda que me acompañó todo el resto de la noche, ultimada en un restaurante libanés en compañía del cónsul de Marruecos, de Barbara Probst Salomón, Nicolás Sánchez Albornoz y Juan Goytisolo, dedicado ya entonces a la embarazosa teoría, al parecer demostrable, que en el siglo XVI los moriscos se lavaban mucho y los cristianos dominadores eran unos guarros. Sobre un cuadro imaginado de moriscos pulcros y cristianos roñosos, reaparecía de vez en cuando aquel perfil, aquel medio reojo, aquella usurera mano y una impresión general de fastidio. ¿Era Carlos Fuentes o era Jorge Negrete? Se lo pregunté a Juan Goytisolo. Pero estaba en las Alpujarras.