M.V.M.

Creado el
20/11/97.


Introducción a
TRES NOVELAS EJEMPLARES

Espasa Calpe, 1988

JOAQUÍN MARCO


MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN: LA PRIMERA ETAPA

La obra literaria de Manuel Vázquez Montalbán (nacido en Barcelona en 1939) puede dividirse hasta el momento en dos períodos en cuya frontera situaríamos Tatuaje (1975) cuyo protagonista es el detective Pepe Carvalho. TRES NOVELAS EJEMPLARES reúne textos que incluyen su primera novela, Recordando a Dardé (1969); Happy End (1974) y La vida privada del doctor Betriu, que el autor fecha en 1980 y que fue publicada en la edición de 1982 de TRES NOVELAS EJEMPLARES. Ni su temática ni su técnica corresponde —preferimos adelantarlo ahora— a los dos textos «mayores». Las actividades de Manuel Vázquez Montalbán, en el ámbito de la literatura, son diversas. Tras licenciarse en Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona y en Periodismo, en la Escuela Oficial de Madrid, alterna el periodismo y la creación poética. Su primer libro, publicado en 1963, es un ensayo-estudio sobre la información, Informe sobre la información. Una educación sentimental (1967) y Movimientos sin éxito (1969) son sus primeros libros de poemas. Cuando en 1970, J.M.Castellet publica su discutida antología/manifiesto Nueve novísimos poetas españoles M.V.M. figura en primer lugar entre los «seniors». El criterio de Castellet se basaba en dos premisas fundamentales: la fecha de nacimiento de los autores allí reunidos (de 1939 en adelante) y un cambio en las bases estéticas de los planteamientos poéticos, fruto de la quiebra del «realismo», que Castellet fecha alrededor de 1962.

En la primera etapa de una obra amplia y diversa, durante la cual se afianza su papel de renovador del periodismo español, fue redactor jefe y comentarista de política internacional de una breve, aunque significativa revista: Siglo 20 y más adelante en la también desaparecida Triunfo. Las incursiones en el ámbito de la novela son escasas. Además de las ya citadas y aquí reunidas publica únicamente Yo maté a Kennedy (1972) en la corriente que hoy viene denominándose de «política-ficción». En cambio, sus incursiones en el ensayo no sólo alcanzan un éxito popular significativo, sino que algunos de sus libros se convierten en imprescindibles referencias generacionales. Constituyen, además, textos que definen un modo diferente en enfrentarse a la creación literaria. En 1968 dirige y firma uno de los ensayos de Reflexiones sobre el neocapitalismo. En 1970 su Manifiesto subnormal se convierte en el signo de la «nueva literatura» y su Crónica sentimental de España (1971), en la que reunía textos publicados anteriormente en la revista madrileña Triunfo, recuperaba aquellas zonas de la sensibilidad irrigadas por la cultura popular que la intelectualidad del momento prefería ignorar. Su atención a la canción popular se ponía también de manifiesto en la antología Cancionero general 1939-1971 (1972), en el ensayo sobre Joan Manuel Serrat (1972) y en Guillermota en el país de las Guillerminas (1973). Paralelamente, sus ensayos políticos seguían manifestando un compromiso al que el escritor no ha renunciado: La vía chilena al golpe de estado (1973), La penetración americana en España (1974) o las irónicas Cuestiones marxistas (1979) [Marx y los hermanos Marx]. Su atención hacia los problemas de los medios informativos se manifestaba asimismo en El libro gris de TVE (1973). La primera etapa de su obra se desarrolla durante el franquismo, aunque la fecha que hemos escogido para diferenciar las dos partes, 1975, coincide curiosamente con la desaparición del dictador. La audacia en el tratamiento de algunos temas revela la progresiva permisividad del posfranquismo en los años últimos de la vida del antiguo régimen.

Desde «Una educación sentimental»

El primer libro no ensayístico de M.V.M. es un libro de poemas fechados entre 1962 y 1967 de acertado título, Una educación sentimental (1967 y 1970, edición ampliada). En unas declaraciones de 1974 su autor afirmaba: «Yo creo que en realidad sólo he cultivado dos géneros, la crónica y el poema. Si algún libro pudiera parecer teatro o novela es por un mero tic formal». La enumeración de personajes que conforman el «agradecimiento» inicial proponen al lector la significación de la naturaleza del libro: una mezcla de letristas de canciones populares, novelistas, músicos, cantantes, economistas y poetas (éstos de épocas y estilos bien diversos). De Ovidio a Vicente Aleixandre y Jaime Gil de Biedma, el aparente eclecticismo del autor responde a un planteamiento estético. En la Poética que introducía su selección en Nueve novísimos declaraba: «Ahora escribo como un idiota, única actitud lúcida que puede consentirse un intelectual sometido a una organización de la cultura precariamente neocapitalista» (pág. 59). En buena parte de la crítica la poesía de M.V.M. vino a entenderse como una incursión en la cultura camp. José Luis Giménez Frontín en una significativa crítica de Happy End consideraba que la generación de M.V.M. «quizás a falta de auténtica vida que llevarse a la boca, había crecido embriagada de cómics, hipnotizada por la mitología de la Metro, cuando no de CIFESA y amados personajes, que no los sórdidos hombres y apagadas mujeres de carne y hueso. Una generación que, como alguien muy bien apuntó, sentía la excitación del brillo de las medias de seda, pero no demostraba demasiado interés ante las pantorrillas, cuando las medias descansaban arrugadas, sin vida, sobre el suelo». Convendría preguntarse ahora si los rasgos que caracterizaban la generación eran válidos para todos y cada uno de sus componentes o eran propios tan sólo de quien entendía que «una educación sentimental» venía a caracterizar los mecanismos de una forma expresiva. Por aquel entonces M.V.M. se definía como un «escritor charnego». Aunque nacido en Barcelona, la formación de M.V.M. cabalgaba entre la educación universitaria y lo popular fruto de una asunción de la posguerra en una zona de la Barcelona obrera que describirá con intenciones morales en El pianista (1985) y que se anunciaba ya en las declaraciones ya mencionadas: «El tercero, que llevará, el título de Plaza del Padró, será un intento de dar en tres dimensiones de vida de un barrio barcelonés, casi como si el propio barrio fuera un personaje, en el tránsito de la guerra a la posguerra civil». La utilización de «lo popular» en la primera poesía de M.V.M. no era un mero recurso, sino que procedía de vivencias asumidas. Ideología y estética venían así a confundirse. Los orígenes del escritor (coincidentes con los de Terenci Moix o con los míos propios) diferenciaban su experiencia de la de otros autores de la anterior generación barcelonesa (Carlos Barral, los Goytisolo o Jaime Gil de Biedma) o de otros miembros de su promoción (Pere Gimferrer, Félix de Azúa o Leopoldo María Panero). La difusión de novelas significativas del costumbrismo neorrealista, como la Crónica de los pobres amantes (1947), de Vasco Pratolini, de ribetes épicos antifascistas, contribuyó a «mitificar» lo que por parte de los intelectuales del momento era considerado como subcultural.

En gran medida la cultura popular venía propulsada por el cine. No es, pues, de extrañar que los personajes, las «estrellas» y los mitos del celuloide deambulen por los poemas de M.V.M. y también por los del primer Pedro (hoy Pere) Gimferrer. Si antes los «tontos» habían cobrado vida en Rafael Alberti, ahora John Gilbert, Greta Garbo, Glenn Miller y otros héroes de la canción popular supondrán la referencia-guiño que situará al poema en su circunstancia con un deje sarcástico y a la vez melancólico. La «educación», el sustrato, será necesariamente sentimental. Las referencias históricas, un tiempo no necesariamente mejor, nos llevará a la inmediata posguerra y a los años cincuenta. Los poemas de M.V.M. constituyen una referencia obligada para los nostálgicos que, más tarde, descubrirían el valor del pasado inmediato en la Crónica sentimental de España (nótese el hincapié en «lo sentimental»), donde, desde los años cuarenta, el autor desembocará en «los felices sesenta». Allí se descubre que «las normas de un subnormalismo integrado guían la cultura popular. Toda la juventud canta los éxitos de los Beatles, de los Rolling Stones, de Johnny Halliday, y no saben inglés, ni francés. Hay un desfase entre las formas culturales que han adoptado, entre las formas de su expresión (desde el vestuario hasta el lenguaje oral o mímico) y el contenido de esa relación con la realidad. Porque los paraísos del consumo nacional que podrían, y aún relativamente, equivaler a los emporia de la Europa consumista, son islas fragmentadas, llenas de subzonas, en las que coexiste la cultura del esnobismo con la de la pobreza» (págs. 200-201). Desde una perspectiva crítica, desde la ironía del recuerdo, el autor trata de señalar los pies de arena que sostienen los mitos de la cultura popular, salvando (como en el caso de las canciones de Conchita Piquer) lo que, sin ser absolutamente consciente, puede recuperarse a los ojos de un escritor que se considera crítico y revolucionario.

«Manifiesto subnormal»

En 1970, M.V.M. publica un libro que constituye un verdadero manifiesto. Así lo califica el propio autor. Frente a un mundo que parece absurdo opta por la actitud del «subnormal». Nuestro tiempo parece caracterizado por la fórmula que viene a sustituir a «la muerte de Dios»: «se trata de la muerte del hombre, del réquiem del humanismo decimonónico entonado por intelectuales aterrorizados por llamarse Foucault y no Werner von Braun. Resulta que el desencanto es un derecho histórico e incluso un saber categórico si viene formulado en un contexto expresivo legitimador» (pág. 15). La desaparición del humanismo que aquí se advierte no es, desde luego, la del humanismo renacentista, ni siquiera la del humanismo cristiano. Tampoco, aunque el autor no llega a mencionarla, la del humanismo marxista. Aquel «hombre nuevo», diseñado por Marx y anhelado por Antonio Machado, se sustituye por unas muertes concretas. Aun situándose lejos de la teoría, un término flota en la cita mencionada que viene a caracterizar el presente y el futuro de la cultura española: el desencanto, considerado como un derecho histórico. Descubrimos a M.V.M. en las antípodas de aquel optimismo histórico que permitía encuadrar las legiones intelectuales de la izquierda. «Me atrevo a sospechar que la muerte es un hombre vietnamita, un niño biafreño, una muchacha extremeña que bebió lejía porque un muchacho extremeño le levantó las faldas y le metió un diablo en el cuerpo. Éstos son los muertos que reconozco. Los otros son muertos sin realidad...» (pág. 16).

Manifiesto subnormal propone un análisis de la realidad socio-cultural mediante fórmulas textuales de diverso signo: ensayismo, poesía visual, destrucción textual, sátira de fórmulas publicitarias, elementos procedentes del mundo de la canción popular o de la imagen; poesía, política-ficción, utilización de los horóscopos periodísticos, letrismo, fotos publicitarias, signos, humor. En sí mismo, el Manifiesto subnormal es una caricatura del manifiesto de las vanguardias de preguerra. Es un manifiesto-antimanifiesto.

En su núcleo advertimos la utilización del texto sagrado de la izquierda: el Manifiesto comunista: «ESCUCHAD:/Un fantasma recorre el mundo disfrazado de ejecutivo disfrazado de hippi disfrazado de policeman disfrazado de bussinesman disfrazado de teen ager disfrazado de Che Guevara disfrazado de play boy disfrazado de príncipe heredero disfrazado de Mao Tse Tung disfrazado de Ovidio disfrazado de hombre de negocios soviético...» (pág. 29). El hombre de nuestro contexto aparece en una metamorfosis continuada e irracional. Bajo los demoladores juegos de artificio el escritor intenta descubrir los restos de una moral que le permitan tolerar el mundo que lo rodea. La ambigüedad es calificada «como un instrumento legitimador de la esquizofrenia» (pág. 39). M.V.M. analiza la naturaleza del escritor: «la sociedad le utiliza como un espectador de su propio cuerpo, espectador lleno de privilegios que pudo incluso contemplar el culo de la vieja dama».

En gran medida Manifiesto subnormal discurre por cauces irracionalistas, próximos al dada y al surrealismo. Aparecen personajes de la actualidad política, social, filosófica o literaria que dialogan absurdamente. Pero también en esta parábola de la destrucción textual se condena el surrealismo en boca del narrador: «el surrealismo representaba la misma baza del doble juego burgués que en política se traducía en el fascismo... Era un falso terrorismo cultural que distraía la atención del filisteo de la nueva literatura de combate social derivada del naturalismo» (pág. 68). La aparición, entre los personajes que dialogan, de uno de los héroes del mayo revolucionariuo del 68 francés, Cohn Bendit, constituye un signo de las raíces de esta obra de M.V.M. Aquel grito de «la imaginación al poder», de entrañas tan profundamente surrealistas, subyace en los planteamientos iconoclastas. La burguesía, advierte el autor, se encuentra ya en disposición de aceptarlo todo: «es preciso que algo cambie para que nada cambie» (pág. 70). Todo parece predestinado a la corrupción. Significativamente en la novellage final el filósofo Manuel Sacristán señala «a un grupo de maduros seguidores»: «—Sólo sobrevivirá un tipo de literatura inteligente y agravando más el divorcio entre cultura de élite y cultura de masas./—Pero, maestro, en esa necesidad sorpresiva del producto literario ¿no subyace una corrupción mercantil neocapitalista?/—Tú lo has dicho.»

Manifiesto subnormal es el mejor ejemplo de análisis radical de una realidad social e intelectual asediada por el consumismo y la progresiva pérdida de los valores. En el libro de M.V.M. podemos descubrir el germen de cuanto irá produciéndose en la España del posfranquismo. Y será precisamente esta elucubración ensayístico-textual la que podrá iluminar fácilmente las primeras tentativas del narrador.

«Recordando a Dardé» (1969)

La primera novela de M.V.M. Recordando a Dardé es entendida por Ignacio Soldevila como «un tanteo en la dirección que va a tomar definitivamente su narrativa... se anuncia ya, en cierto modo, la intención luego manifiesta de romper a la vez con las "reglas de la novela moderna", integrar en sus formas narrativas elementos ajenos al género (en nuestro tiempo), como fragmentos poéticos y repasos escénicos, acotaciones, etcétera.». Se trata, en efecto, de una primera novela. En la primera edición figuraba acompañada por una serie de relatos (El comentarista de política internacional ha enloquecido, Helena del París de Francia, Desde un alfiler a un elefante, ¿Cuánto tiempo estaré aquí?, 1945 y El muchacho del traje gris) suprimidos en la edición de Tres novelas ejemplares. Algunos de ellos plantean las referencias mítico-culturales que descubriremos también en las novelas; otras se refugian en el costumbrismo de los años de la infancia (testimonio y planteamiento moral).

Pero Recordando a Dardé constituye la primera incursión en la novela, aunque por su dimensión pueda calificarse de «novela corta». La posterior calificación de «novela ejemplar» irónicamente puede entenderse en el doble uso del término (cervantino y de ribetes morales). Ya en esta primera novela el autor plantea la obra sobre un esquema de narración popular (los efectos del relato de ciencia-ficción sirve para conformar la socio-ficción). La identificación del espacio en el que desarrolla el relato no es difícil. Al margen de algunos datos concretos (la masía de Can Mariner) se alude a la rivalidad de la población con San Joan de las Abadesas, a la fiesta mayor de Olot, a la Vall del Bac, a Coll d'Ares. Finalmente, la imaginaria población es identificada, en la visión del sargento Rufino Vázquez, cuando los pregoneros cantan su hazaña: «rescató los robots para el pueblo de Romaí». Sin embargo, la localización en la Cataluña pirenaica parece perfectamente definida.

En la pequeña comunidad advertirá el narrador los restos de la guerra civil y el recuerdo de los maquis, los efectos de la ola de consumismo, el papel de la pequeña burguesía catalana, los efectos de la propaganda franquista (el eslogan de los XXV años de paz, aludiendo al cuarto de siglo posterior a la guerra civil). La estructura de la novela es tradicional. Se «presenta» una situación en la 1ª Parte (El árbol de la Vida. El árbol de la Ciencia —denominación claramente barojiana—). Se desarrolla en la 2ª (El Circo) y se resuelven las incógnitas en la 3ª (Los antepasados olvidados). Se sitúa el relato en las dos primeras partes en tiempos sucesivos. Se fecha, incluso, la segunda visita al pueblo de Dardé (27 de julio de 1964); en tanto que en la breve resolución de la tercera se precisa también otra fecha, la del 28 de julio de 1999. Será el factor temporal el que determinará el desarrollo y significado «ejemplar» de la novela. La llegada de Dardé se produce en «el momento más propicio» de la historia del pueblo. Su comunidad se divide entre lugareños (divididos a su vez por su calidad de emigrantes o naturales) y veraneantes (anticipo de los turistas). El cambio social operado en la década de los años sesenta tiene también sus repercusiones: «los vientos de renovación habían traído televisiones, quince o veinte motocicletas repartidas entre jóvenes artesanos del pueblo y dos coches utilitarios a hijos preclaros, practicantes del pluriempleo y del ahorro...». Sin embargo, tales cambios materiales no suponen sino una pequeña alteración en el ritmo de vida. No falta la alusión a la fábrica: «La fábrica de tintes había sido otro acontecimiento... Las chicas del pueblo habían ganado una pequeña victoria feminista contra sus familias y habían cambiado la esclavitud gratuita de la limpieza y el corte y confección por la esclavitud pagada del trabajo fabril en serie.»

La comunidad está defendida por un pequeño destacamento de guardias civiles. El sargento es un gallego emigrado, destinado al pueblo en 1950. La identificación del personaje, recurso barojiano, alude a cuanto hace que el personaje se concretice a través de datos que lo individualizan: «permanecía pegado al paisaje donde había enterrado al padre». Se saludaba con cordialidad con el almacenista, quien durante la retirada republicana había «despeñado un Hispano-Suiza y enterrado una pistola y el libro Teoría del Estado y la Revolución, de Lenin». Junto al alcalde y doña Luz, la esposa del maestro, forman las «fuerzas vivas» de la localidad. Doña Luz es un personaje que viene definido por una sicología eróticamente enfermiza. La mezcla de frustración amorosa y religiosidad no deja de ser un tópico, así como la breve ceremonia del exorcismo, apenas apuntado. Tan sólo la figura del enigmático Dardé rompe el tono costumbrista del relato. Será su figura la que alterará la plácida vida del lugar. Ante el delantal almidonado de la hija de Can Tusquets Dardé reacciona con una sentencia al margen de la narración: «—¡La soledad de la materia!» Dardé se instala en la antigua mansión de «La Señorita». Posee un jeep que conduce temerariamente y produce la estupefacción del lugar cuando se descubre que su profesión es la de físico.

Tancio, un sensible adolescente, será en adelante el narrador. Rompiendo las reglas de la narración objetiva M.V.M. confiesa que «... Tancio es un factor importante en la historia que cuento, y se lo confieso al lector consciente de que falto a todas las reglas de la novela moderna, que ha prohibido el diálogo entre el novelista y el público. Pero está muy lejos de mi intención el escribir una novela. Sólo pretendo testificar en la crónica sentimental de una época y un sucedido que tuvo enorme trascendencia en la historia de estos lugares. El mío es un realismo comarcal.» En esta confesión el novelista muestra con claridad sus reglas. Recordando a Dardé se califica de «crónica sentimental» e irónicamente, ante la polémica sobre el realismo en la que se debate la novela española y latinoamericana de la época, M.V.M. opta por el paradójico «realismo comarcal». Dardé que habla «el idioma de los sabios» ofrecerá sus particulares consideraciones sobre la novela en un artificioso diálogo con Tancio: «cuanto más rigurosamente se mantiene el realismo en la exterioridad del gesto del "así fue", tanto más se convierte esta palabra en un mero "como si"...» Los ejercicios estilísticos son escasos. Se narra desde un deliberado tono gris con alguna excepción afortunada como la descripción de la sonrisa de Dardé: «La niña de cada ojo se estrechó y se clavó puntiaguda en el rostro de Dardé, porque el rostro de Dardé había sufrido un cambio radical. Las cejas del profesor se habían curvado y parecían más delgadas, los ojos se habían abierto y querían asomarse por los laterales de las lentes, la nariz aplastada, las aletas dilatadas. Parecía como si toda la parte superior de la cara del profesor preparara racionalmente algo a realizar por la parte inferior. Y, en efecto: con lentitud de siglos, la dura piel que rodeaba los labios empezó a desplazarse, a empujar los músculos de las mejillas hacia arriba, allí quedaron detenidos unos segundos y el movimiento continuado de ascensión provocó que se hincharan los carrillos, amontonados como lomas.» Tancio manifiesta su sensibilidad escribiendo poemas becquerianos, alentado por doña Luz cuya enfermiza hipersensibilidad desembocará en la tercera parte en un irónico comportamiento. La preocupación por la sicología de los personajes es escasa. En contadas ocasiones el narrador se aventura en las actitudes subconscientes. No trata de justificar comportamientos, sino que permite que el lector extraiga sus propias consecuencias. Tras emigrar a Bruselas doña Luz «daba clases de español y se había afiliado a un grupo trostkista...». La emigración es consecuencia de la carretera de Olot que se halla en construcción. Son «castellanos en general y "jaeneros"». Se describen a través de imágenes plenas de afectividad. «Los peones de Obras Públicas tienen un algo de monjes resignados y agrios... El mundo de los peones de Obras Públicas es lineal y áspero...» Pero el «coro» de la emigración, aunque presente y tema constante en la obra de M.V.M. tiene escaso protagonismo. Éste corresponde antes a las «fuerzas vivas». El descubrimiento de extraños seres en la casa que habita Dardé refuerza las suspicacias de la población. La intervención del alcalde no hace sino acentuar la caricaturización del cargo. No menos tópica es la identificación del estudiante como marxista contrario al consumismo que invade el medio.

El descubrimiento de los robots construidos por Dardé acelera el ritmo de la narración. Convendría apuntar que hasta el momento el relato discurría impregnado de esencias cinematográficas. El costumbrismo inicial se tornará delirio imaginativo que nos recuerda el filme de Bardem y Berlanga Bienvenido Mister Marshall (1952). Ya hacia el final de la novela se acentúa la técnica del collage. Así el Manifiesto consumista. La imaginación se desborda anticipando la que va a ser su novela siguiente. Y ya en la tercera parte, introducido por unos versos de ecos cernudianos («Empequeñecen las distancias/nuestras voces/actuales/son la realidad y el deseo...») se iluminan las zonas oscuras de la narración. Al filo del siglo XXI sigue manteniéndose la estructura política del franquismo, el Opus Dei y Su Excelencia; en tanto que el pueblo ha perdido sus esencias y se ha convertido en una comunidad al servicio de la robotización. Dardé es sólo un recuerdo, algo así como una pesadilla tamizada por la nostalgia. Las consecuencias que pueden extraerse de esta primera novela son claramente perceptibles para el lector. M.V.M. le ha ofrecido una operación intelectual con un marcado propósito. El mundo del futuro es previsiblemente perverso por la acentuación de la constante desaparición de los signos de identidad. La despersonalización se efectúa no en el ámbito de una comunidad urbana o nacional (como en Huxley); aquí la perspectiva se reduce y el novelista reduce el ángulo de su enfoque. Recordando a Dardé no llega a romper totalmente con el realismo, pero su autor tantea diversas fórmulas que han de permitirle una mayor libertad experimental.

«Happy End»

Publicada en 1974, Happy End parece la natural consecuencia narrativa de Manifiesto subnormal. Las timideces experimentales han desaparecido aquí totalmente. Happy End es ya una narración elaborada con mitos cinematográficos y personajes populares siguiendo una técnica acelerada en su ritmo que recuerda las experiencias de Gonzalo Suárez. Carlos Barral había publicado un significativo ensayo sobre el porvenir de la novela española, que venía a poner de manifiesto la indefinición, consecuencia de una exagerada atención al fenómeno, eminentemente editorial, del boom latino-americano. Planeta y Barral Editores emprendían la publicación de nuevos narradores. «Tengo el convencimiento, señalaba allí Barral, de que sí existe [una novelística posterior al boom] o comienza, al menos, a existir, una novela española y latinoamericana... una literatura que en su conjunto se debería definir como menos anecdótica, más preocupada por el material lingüístico y por las significaciones generales y aleatorias». Happy End era una novela más breve que Recordando a Dardé, más intelectualizada, más próxima al mundo del comic, más intencionadamente desmitificadora e igualmente ejemplar. El protagonista parece desdoblarse entre un «yo» narrador e indefinido y un Humphrey Bogart no totalmente asumido o tal vez asumido sin excesivo convencimiento. El personaje anda al encuentro de una figura femenina, Lola, que se describe al inicio de la novela a través de un repertorio de elementos negativos: «le faltaba un poco de terciopelo en la mirada y aunque sus piernas bien hubieran podido intentar la competencia con las de Lola, había menos cansancio en su pose, como si le sobrara un pequeño excedente de vitalidad y sus vuelos sobre la peana murieran antes de tiempo por la prisa de concluir el espectáculo, volver a casa, hacerse un bocadillo, hacer el amor».

El tratamiento de la narración es mucho más elaborado. A un mayor enriquecimiento estilístico se corresponde una continuada destrucción de lo narrado: «Entré en el local. O tal vez todavía no. Di una vuelta al local. O tal vez todavía no.» El lector se ve por ello obligado a distanciarse de lo narrado. Una confesión del narrador —casi un yo lírico— puede iluminar los mecanismos de su comportamiento. «Cuando yo nací ya había acabado la aventura. Lola estaba en los libros y a veces en la piedad del reprise en los cines de barrio. Se había gastado toda la épica y todo el lirismo. No habían dejado nada para mí. Si acaso un destino de burócrata de la nada que podía llegar por su propio esfuerzo desde la más absoluta pobreza a la nada o desde la nada a la más absoluta pobreza.» La aventura no puede ofrecerse con una técnica lineal. Ni siquiera los héroes —para quienes ya no existe la aventura— son tales héroes, sino encarnaciones de mitos cinematográficos que representaron héroes. La realidad resulta, pues, un espejismo. Y la capacidad del autor para transformar las escenas en parodias y mezclar los personajes reales con los seres de la ficción supone destruir el escenario tradicional de la novela, arrumbar con los convencionalismos del espacio y tiempo literarios que se corresponden con los reales.

El yo narrador que es en ocasiones Humphrey Bogart es también un escritor: «yo escribía relatos impublicables para revistas norteamericanas inexistentes». Una vez más el novelista se sitúa en el mundo cinematográfico. El cine aparece como un valor más sólido que la literatura. «Digamos que esta característica del personaje era muy cara a los guionistas inteligentes de entreguerras, dispuestos a introducir la presencia de la ambigüedad incluso en los comunicados más banales.» Las referencias al mítico filme Casablanca, los nombres de Ava Gardner, Pier Angeli, Leslie Howard, Cecil B. de Mille, Robert Mamoulian, Fritz Lang, Lauren Bacall y Errol Flyn son mencionados e incluso convertidos en protagonistas del relato. Tales figuras se han transformado en símbolos. Representan su propio papel. Entre el personaje y el autor aparece, con rasgos pirandelianos, el guionista. Es él quien en última instancia puede alterar el relato: «en los ojos del guionista vi la desesperación y la rabia. Al fin y al cabo yo era una pieza, una simple pieza en una vasta industria del comportamiento humano». La persecución de Lola (ideal, imagen que huele a celuloide) es obstaculizada por los cambios de escenario. Es una persecución que tiende a destruir el mito, puesto que la intención del perseguidor es criminal. Y más adelante un probable policía interroga al narrador como probable asesino. Ello no impide que páginas más adelante volvamos a encontrarnos con Lola en Cuba. El paisaje y las situaciones no son sino efectos de cartón-piedra.

Los escenarios clásicos del cine de los años cuarenta (presentes también en Pere Gimferrer, en Terenci Moix como lo habían sido antes en promociones anteriores) se alternan con la mítica historia de la izquierda. Naturalmente, la guerra civil española, aunque ésta parece fruto del guionista de Por quién doblan las campanas, tan exótica como La Habana de Batista y la Praga de las defenestraciones, el París de la Liberación; el de 1963, durante la guerra de Argelia; el de mayo de 1968. Allí conoce el yo —Bogart o Bogey— a Ernest Hemingway, que pasa a convertirse en un coprotagonista de la acción. En el París liberado —el de la libertad— hubiera podido darse el final feliz —el título del relato—. No hay Happy End ni para los mitos del cine, pese a los requerimientos del guión, ni para los momentos históricos. El «duro» Bogey se niega a bombardear Guatemala, cuando los norteamericanos intervienen para derrocar a Jacobo Arbenz y de la nostálgica y piadosa (en ocasiones) destrucción/utilización de mitos no se salva ni Fidel Castro, ni el «asmático argentino» (Che Guevara). Cuando Castro advierte paternalmente: «—Y no se nos muera, gringo, sin habernos visto desfilar triunfantes por las calles de La Habana», se establece un significativo diálogo: «—No me gustan los desfiles triunfales./—Es usted un anarquista del carajo o Gary Cooper./—Dejémoslo en Humphrey Bogart./—Es verdad. Le va mejor el tipo. Es usted Humphrey Bogart. ¿Quiere?»

¿Puede considerarse al protagonista de Happy End como un personaje anarquista? La carencia de ideales —salvo una vaga simpatía por la libertad y la izquierda— y su cinismo no permiten reconocerlo así. El protagonista de Happy End es un ser casi abstracto, irreconocible salvo por sus referencias cinematográficas. Es el precursor de Pepe Carvalho; pero en su saga policiaca Vázquez Montalbán habrá construido ya un personaje, lo habrá encarnado, definido físicamente. Los problemas creativos que se propone Happy End, de raíz radical, casi dadaísta, experimental, se habrán superado. El narrador se sirve de fórmulas bien conocidas para acrecentar el absurdo que preside el desarrollo del relato. Lola es también un espejismo revolucionario. El autor confiesa, finalmente, no haberla conocido y contar treinta y cuatro años (la misma edad de M.V.M. cuando escribe la novela). En la decepción («has dejado el ruido y la furia [Faulkner no es mencionado, pero la alusión es clara] de las palabras que matan o duermen») que lleva al consumismo, Lola aparece tan sólo a bordo de automóviles que pasan: «De hecho siempre la veo en otro coche y en sus ojos descubro la cinta continua de la canción con que despide hombres y paisajes: "pasa de largo extranjero, no hay piedad para el que pierde el tren del viento".» Pese a todo, M.V.M. sabe encontrar un poético final, si no feliz, a una novela de claras ambiciones intelectuales.

«La vida privada del doctor Betriu» (1982)

Este relato corto, inspirado en El doctor Jeckyll y Mister Hyde de R.L.Stevenson, fue calificado por su autor de «novela ejemplarmente corta e inédita». Corresponde a otra etapa de su producción (fue escrita en 1980) y constituye un excelente ejemplo de sagacidad narrativa que permite, junto a las dos anteriores novelas, contemplar la maduración narrativa de su autor. El tiempo y el espacio narrativo son aquí identificables. La acción se sitúa en el campus universitario de Bellaterra (Universitat Autònoma de Barcelona) y no sería difícil nombrar a algunos de los personajes apenas disimulados en el relato. Se trata, para los amigos de M.V.M. y para los iniciados, de una historia de claves. No sería honesto ni para aquellos personajes, ni para el novelista, ni siquiera para el lector (que no los conoce) descifrar este pequeño mundo académico, literario. En definitiva, el relato debe poseer valores superiores a lo que no deja de ser un «juego» literario más, del que podemos encontrarnos huellas en otras novelas de la segunda época, de M.V.M. Lo que diferencia esta pequeña pieza de sus hermanas mayores es que en ella su autor ha abandonado cualquier veleidad experimental. Ya no hay problemas convencionales entre materia narrativa y realidad. En todo caso, la moraleja, la moral final, permite situar al relato entre las «novelas ejemplares». Pero ¿qué novela mínimamente ambiciosa no esconde una moral?

El narrador cuida ahora la psicología de los personajes. La figura del profesor Betriu aparece encarnada, definida físicamente, detallados sus rasgos incoherentemente coherentes. El novelista crea un clima (recurso éste característico e imprescindible de las novelas policiacas) que alcanza el misterio y el clímax. Se sirve aquí de los mecanismos del género —en Recordando a Dardé, la ciencia-ficción; en Happy End, el comic—. No faltan ni las muchachas asesinadas, ni los extraños comportamientos que se desvelan y se convierten en hechos vulgares. En Betriu se plantea precisamente un tema tradicional en la novela: la insatisfacción vital del intelectual puro, la contradicción entre vida intelectual y acción. Betriu es un pedante, un personaje admirado por la comunidad universitaria; pero encierra una insatisfacción profunda que acentúa sus diferencias. Su descripción: «era austero en las comidas, ceremonioso con los compañeros de oficio y con las alumnas, generoso con los colegas y pulcro en sus camisas, característica de agradecer en un contexto de profesores solterones o mal casados» pronto se verá alterada. El narrador forma parte de la misma comunidad, aparece implicado en el relato. Es un «yo» que se autodefine: «... de no haber sostenido yo aquella temporada una relación intermitente con una profesora de psiquiatría... Cara al techo, semidesnudos de cuerpo y alma, hablábamos de libros, de la impotencia o mala fe de la izquierda, de trastornos académicos, de compañeros, conversaciones inevitables en nuestro oficio...»

El campus universitario es contemplado con ironía y tampoco faltan las alusiones o guiños que el narrador establece con sus lectores: «—¿Has leído lo de Sacristán en Mientras Tanto? /—Lo estoy traduciendo./—¿Traduciendo?/—A Sacristán y en general a todos los de Mientras Tanto hay que traducirlos antes de leerlos...» M.V.M. sabe que cualquier relato es preferible inscribirlo en mundos conocidos y reconocibles. La novela ha retornado a una captación de mundos abarcables (el pequeño pueblo, Bangkok, o la universidad de Bellaterra). El narrador relata desde la nostalgia. Los estudiantes «tenían la misma edad que yo cuando me pudría académicamente en el viejo caserón universitario, entre clandestinidades, saberes apresurados y moralidades adolescentes. Al mirarlas me parecía posible succionarles tiempo perdido, como si fuera un vampiro en trance de renovar las células de su tiempo muerto». Dicha «narración desde la nostalgia» comporta, a su vez, rasgos líricos. Y en este camino, la integración de lo lírico en el análisis de una psicología completa, en las fórmulas de novela popular es donde M.V.M. alcanza sus mejores logros. Pero el relato denota signos de cierta crueldad. No sólo en el descubrimiento del comportamiento sádico del doctor Betriu, sino en la complacencia de su descubridor, en el asalto a la intimidad. La fotografía de Nietzsche «es la evidencia misma de que hasta el ser humano más inteligente dispone de un lugar oscuro en su alma para la más feroz estupidez». Enlazando con la novela de la «serie negra» el comportamiento de investigadores y asesinos no difieren excesivamente. La última imagen del relato, la del profesor masturbándose en el retrete, confirma el cambio operado en la narrativa de M.V.M. El análisis del personaje ha sido demoledor. La técnica del relato, adentrándose poco a poco en los círculos en los que se movía el doctor Betriu, no presenta fisuras. El novelista ha descubierto el mal y quiere hacernos comprender que no se trata de un juego. El alcohol, la discoteca nocturna y sus luces artificiales, la autopista, los escarceos sexuales, la peluca de Betriu son los signos de una decadencia moral porque son las zonas oscuras de un sabio a la luz del día. Su grito final: «¡Vive, cabrón, vive!» no es sino una exclamación de impotencia, el dramático desarraigo de un ser que caracteriza al hombre moderno y que ya Stevenson había intuido.

Las TRES NOVELAS EJEMPLARES, de Manuel Vázquez Montalbán, suponen, asimismo, un ejemplo literariamente elocuente de la evolución de la joven novelística española en los últimos años; entre el experimentalismo y la novela de género.