M.V.M.

Creado el
17/2/1999.


El libro La literatura en la construcción de la ciudad democrática


La palabra libre en la ciudad libre

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Barcelona metròpolis mediterrània, Otoño 1989


A comienzos de los años setenta escribí un ensayo mestizo de crítica de la teoría de la Comunicación al modo semiológico y de una propuesta entre la sátira y la utopía sobre un modelo de ciudad libre donde la palabra fuera libre. La ironía es la horma del zapato de la creencia y toda utopía presupone creencias. Gracias a la ironía jamás pasaré a la Historia de la Ciencia (mis camaradas ni siquiera me incluyen en el árbol genealógico del marxismo español), pero también gracias a la ironía jamás figuraré en ninguna Historia de la Religión. Varios años después de escrito mi trabajo, parte del cual presenté en un congreso de la Unesco, publiqué el libro precisamente titulado La palabra libre en la ciudad libre, editado por Gedisa, cuya suerte en el mercado y entre el intelectualado es uno de mis misterios preferidos.
    A comienzos de los setenta empezaba a configurarse una apuesta por un saber neutral aplicado a la comunicación, en busca de sus claves inmutables al margen de la corrupción de lo ideológico. Si algún sistema de conocimientos padece inevitablemente la contaminación de lo ideológico, es el que afecta a la comunicación, denominación aséptica que esconde siempre la significación de persuasión. Comunicar es persuadir aplicando una correlación de fuerzas en las que llevan las de ganar los elementos activos y las de perder los elementos pasivos. Los agentes de comunicación son propietarios de los medios o de los códigos y a veces de las dos cosas. Los receptores carecen del control de los medios y muy pocos tienen el instrumental indispensable para descodificar. A lo largo de quince años se han hundido varios Titánics, y entre ellos aquél que trataba de sentar las bases de una cultura participativa, es decir, de una consciencia crítica jamás resignada a la pasividad con la que el feligrés asume el latín que no entiende.
    a ciudad era una metáfora. Una ciudad es un espacio donde se han acumulado tiempos desigualmente divididos y cada tiempo desigual ha dejado una huella lingüística: fachadas, ámbitos, monumentos, nombres de calles, señales de prohibición y de permisión. La ciudad es el territorio cercado de la Historia, aunque las ciudades actuales no tengan murallas visibles. Pero cualquiera capaz de explicitar su instinto de clase sabe que esas murallas existen y que a veces incluso llevan nombres de calles. Cualquiera que haya vivido en un ghetto jamás olvidará las murallas que lo cercaban y encerraban un código de señales. Podrá salir de él para añorarlo o despreciarlo, pero nunca olvidará sus claves mientras la ciudad reproduzca en su tejido toda clase de desigualdades. La ciudad que yo metaforizaba era el resultado de un puente entre la revolución industrial y urbana que va desde mediados del XIX hasta 1931 y la ciudad franquista. Entre 1931 y 1939, la derrota de la utopía. A comienzos de los setenta, la reconstrucción de una nueva vanguardia en el seno del movimiento obrero, estudiantil, profesional y vecinal, basaba buena parte de su actividad en la inculcación de una nueva consciencia a la vez crítica y participativa. El no a lo resultante y el sí al ciudadano libre y dotado de criterio y poder para transformar.

    Quince años después esta ciudad es como cualquier otra ciudad dentro del sistema en el que vivimos: un mercado. También lo era bajo el franquismo y entonces era más fácilmente un simple mercado de ladrones impunes. Ahora es un mercado para mercaderes respetables fiscalizados por un poder político democrático, asesorado por un poder técnico que en teoría ha de tener en cuenta el interés común y no el interés exclusivo de los mercaderes. Es decir, estamos dentro de una normalidad reformista homologada, pero seriamente amenazada por el desmantelamiento del tejido social crítico construido bajo el franquismo. El lenguaje urbano (desde el trazado urbanístico hasta el mensaje de filosofía urbana del poder, pasando por la semiótica de los urinarios y las cloacas) está monopolizado por la alianza entre dos poderes especializados: el poder político municipal y el de los técnicos de arquitectura y urbanismo. En una ciudad mercado, escasamente asistida por el presupuesto general del Estado, esos dos poderes están condicionados por el poder económico inversor y se ha producido el milagro de que una lectura mercantilizada de la ciudad realizada en tiempos del franquismo haya resucitado, incluso con algunos de sus protagonistas pasados por un tratamiento de desfascistización. No pueden moverse con la antigua impunidad, pero tampoco tienen frente a ellos un estado de suspicacia general preventiva. Ni el poder político democrático ni los técnicos van a contribuir a ese estado de sospecha fiscalizadora. El primero porque quiere éxitos electorales de gestión que implican éxitos de inversión y los segundos porque han enmascarado su impotencia crítica con el descrédito de lo crítico y el orgullo del ilustrado propietario del saber y su lenguaje estúpidamente impugnado por los supuestos legos en la materia.
    Es cierto que bajo la legalidad vigente, cualquier propuesta transformadora de la escritura de la ciudad puede ser impugnada. Pero para hacerlo, el receptor condenado a la pasividad carece normalmente de saberes alternativos y cuando los tiene no dispone de maquinarias de comunicación capaces de crear una consciencia ciudadana activa. Esta situación, parecida a la de cualquier otra ciudad española u occidental, se agrava en Barcelona por la tensión codificadora creada por las Olimpiadas y por el pleito por la hegemonía entre el poder municipal y el de la Generalitat que buscan éxitos políticos más allá de la ciudad resultante. Así se han producido incluso situaciones tan pintorescas como los socialistas hablando el lenguaje de la inversión privada y los convergentes recurriendo al habla del interés público, de un patrimonio urbano socializado. Incluso una batalla filos6fica de tanta envergadura como la que en Cataluña divide a los partidarios de Cataluña-ciudad o Cataluña-nación, enmascara simplemente las ambiciones para que el poder pase o por la Generalitat o por los ayuntamientos principales, según quién gobierne en la una o en los otros.
    De esta situación se deriva una cotidiana ocultación, cuando no falsificación del lenguaje de uso y de cambio. Del lenguaje que emplea el poder para ensimismarse (haga una plaza o una ponencia en el salón del Concejo) y del que emplea para fingir que no está ensimismado y del que trata de contar con el criterio del ciudadano. Entre el Todo de La palabra libre en la Ciudad libre y lo Poco, previo a la Nada, de una ciudad donde se practica la división del lenguaje de manera que unos lo posean y otros lo contemplen como un paisaje inapelable, media toda una gama de posibilismos participativos, no necesariamente paralizadores. Si esa gama es difícil establecerla y muy especialmente en esta ciudad, en su tiempo proa del Titánic del saber urbanístico crítico, se debe en parte a que el poder no quiere ruidos que obstaculicen el canal por el que hace pasar sus mensajes y en parte porque aquella vanguardia crítica surgida bajo el franquismo era un delgado humus sobre una tierra arcillosa e indiferente y buena parte de aquella vanguardia de saber urbanístico (política y profesional) es hoy poder y padece la alienación inevitable al ejercicio del poder legitimado por un sistema democrático de superficie.
En estas condiciones, me parece que la utopía de la palabra libre en la ciudad libre habrá que dejarla para más adelante. Por ejemplo, para 1993. Porque algo habrá que dejar por hacer para 1993.


El libro La literatura en la construcción de la ciudad democrática