M.V.M.

Creado el
17/2/1999.


Nada es lo que era

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

Barcelona metròpolis mediterrània, Invierno 1987


Taxis de BCN
Un ejemplo de la evolución de la semiótica:
la identificación de los taxis.
Cuando a un personaje anónimo, un rostro entre la multitud, le toca la lotería, suele comentarse que parece otra persona. Una persona también es un sistema de señales en el que se complementan las que él mismo ha dispuesto o cree haber dispuesto y las que los demás le atribuyen. Cuando ese conjunto de señales se ve afectado por una señal que lo engloba, lo hasta entonces advertido se modifica, tanto si la señal englobadora es positiva como negativa. Igual ocurre con las ciudades. Sus sistemas de señales son fruto de una determinada experiencia de sus propias necesidades de intracomunicación, corregidas de vez en cuando por los codificadores. Máquina al servicio de unas determinadas relaciones de producción y reproducción, también necesita tener una conciencia de sí misma y que participan en ella los ciudadanos. Durante décadas y décadas las ciudades se han resignado a respetar sus señas de identidad tradicionales, señas de identidad casi de nacimiento, pero las modernas necesidades publicitarias les han ayudado a encontrar y pregonar nuevos orgullos. Barcelona por ejemplo fue Cap i casal de Catalunya durante muchos años y todos sabían a qué atenerse. De pronto Porcioles la convierte en Ciudad de Ferias y Congresos. Pues bueno.
    Sistema de señales para la intracomunicación y una definición aproximada del por qué y para qué de su significación. Hay ciudades que se limitan a ser Cabeza de Extremadura, otras en cambio son capitales del mediterráneo o del pacífico. Estos títulos tienen difícil legitimidad cuando no nacen de una verdad objetivable, pero cuando se instalan crean conciencia, interna y externa. Por ejemplo, parte del reciente obtimismo de los madrileños por el simple hecho de ser madrileños, parte de la conciencia real o artificial, de que Madrid es la capital cultural de Europa. Alguien lo ha dicho y muchos se lo han creído. Es suficiente para que el clisé se instale y ninguna real capital cultural de Europa (París, Londres, Berlín, Viena, Milán, Roma o Amsterdam) va a pleitear en lucha por la hegemonía. Ni siquiera nadie se ha tomado la molestia de medir cuantitativa y cualitativamente la oferta cultural de Barcelona y Madrid para llegar a conclusiones comparativas. El primero que encuentra un buen clisé se lo pone y salga el sol por Antequera.
    Barcelona es una ciudad dotada de un sistema de señales para su intracomunicación, pero en los últimos años ha carecido de una significación clara y compartible. Ni siquiera que era cap i casal de Catalunya, porque importantes prohombres del nacionalismo catalán, el alcalde convergente de Vic por ejemplo, consideran que la Catalunya verdadera empieza en Vic. Tal vez desconcertada o desorientada sobre su propia significación, Barcelona ha extremado la nota sobre la señalizaciones interiores y en cierto sentido ensimismadoras. En algunas ocasiones pasear por la ciudad a la caza de sus señales me recuerda antiguas retransmisiones televisivas de partidos de fútbol. La cámara enfocaba al público y el comentarista decía: el público. Luego la cámara se iba hacia el centro del campo y se fijaba en la pelota a la espera del patadón inicial y el comentarista informaba: la pelota. Ciudad abandonada por los filósofos y poetas de antaño, Barcelona había caído bajo la dictadura de los semióticos. Los más antiguos del lugar, hace ya tiempo muertos todos ellos, aseguran a quien quisiera oírles que en el principio las ciudades sólo necesitaban dos señales de aviso: cuando se llegaba a ellas y por dónde se salía hacia las más urgentes señales del horizonte. Ahora cada ciudad es un laberinto con su código secreto y silencioso que sólo desestima a los ciegos, los peores enemigos de toda semiótica y si se me apura, los enemigos privilegiados de los semióticos, odiados por lo tanto por los de tan nueva y sectaria secta. Un semiótico es algo más que un codificador de señales: es un reductor de todo lo que existe a signos esenciales, achicador de cosas, seres y conceptos, que divide la distancia en posibilidades de mira del que lucha contra ella.

    Pero la ciudad no se contenta con dirigirse por el laberinto hacia objetivos que en principio compartes con ella, sino además te quiere inculcar un orgullo de ciudadanía y una complicidad en su autosatisfacción, es decir, la ciudad quiere practicar contigo el ensayo general de la alienación total: ha educado tus actos reflejos a su estructura, te dota de un código de señales y por lo tanto de conducta superviviente sin el cual serías un hombre perdido, te inculca un entusiasmo artificial por su autosatisfacción y te predispone a entregar con gusto la vida en defensa de su honor. Levántate, anda, métete en las líneas sagradas e inevitables que llevan a tu oficina en el Clot o a un urinario de cafetería o a la sección de rebajas de unos grandes almacenes y sí te asalta el desánimo por tan encarriladas vivencias cotidianas, piensa que tu propia identidad depende de la de la ciudad y que al gritar Barcelona més que mai! estás proclamando tu única posibilidad de exaltación y si necesitas un enemigo abstracto que quiera deshabitarte, que quiera menospreciar lo que tú eres por ser ciudadano precisamente de esta ciudad, le pides a la doncella Barcelona posa't guapa! y se lo pides no tanto para tirártela en un mueblé de prestigio, como para que el enemigo exterior se muerda las uñas y salive imposibles deseos a la vista de la lozanía de la moza.
    Ambos slogans traducen el tono de la ciudad, el tono más colectivo posible o en su imposibilidad, el de una burguesía ilustrada que es en definitiva la que sigue apoderándose del sentido de la ciudadanía. Es el tono de una ciudad que durante los últimos años ha sido martirizada por el complejo externamente inculcado de que había venido a menos, sensación que tuvo su esplendida metáfora en el "hundimiento del Titánic" según el artículo de Félix de Azúa publicado en El País. La consigna Barcelona més que mai es como una estrella referente, primero una mera señal luminosa de optimismo inquieto, sin llegar, eso no, al extremo de Viva el Betis manque pierda. Pero esa estrella esperanzada tenía falso estatismo, podía ponerse en movimiento en cuanto se produjera el gran acontecimiento esperado: la concesión de los Juegos Olímpicos. En cuanto se produjo, la estrella se puso en movimiento y está allí, en los cielos, supraseñal de la ciudad, estrella de Belén que conduce a 1992, ahora con la significación cambiada de significante. Y no es el Barcelona més que mai con los ojos velados por la nostalgia de las glorias malgastadas, sino el Barcelona més que mai con los ojos oteando horizontes de grandeza, lleno de medallas olímpicas y de monedas de plata. Es un decir.
    Encerrados en el laberinto con un solo juguete, las señales que te ayudan a coger el metro o toda la información que recibes al coger un taxi o la P de salvación cuando merodeas con el coche en busca de un lugar donde dejarlo o donde estrellarlo, han recibido un valor añadido. Estás en Olimpia y el grito de reclamo: Barcelona, posa't guapa ya no es aquel pequeño deseo de amantes calientabraguetas ajenas, sino una recomendación civil para que el mundo entero en 1992 se boquiabra ante la ciudad con más sex appeal del universo. Nada es ya lo que era o nada parece ser lo que parecía ser. Por ejemplo, la compleja información recibida de un taxi (soy un taxi, estoy libre, no fume, cierre la puerta despacio, libro los martes, Visca el Barça, San Cristóbal, no fume, no corras papá, Te espera Paqui, Buitrago! qué gran trago!, como en El Clot de 1 a 2, etc. etc.) se sabe que es una información prontamente obsoleta.
    Para empezar el yo soy un taxi, derivable de los colores característicos durante muchos años está en revisión y la normas estéticas que van a afectar a la ciudad de aquí a 1992 y probablemente de aquí a la eternidad, programa sustituir estos taxis actuales funcionales y casi exclusivamente a las máquinas tragaperras, por esos maravillosos Austins ingleses, coches para entrar con la cabeza alzada y una vez en ellos tener la sensación de que en cualquier momento James por la ventanilla nos ofrecerá un té. Es inestimable entonces una cierta sensación de desdén ante chatarra aún superviviente de unos tiempos en que la ciudad sacrificó muchas posibilidades de belleza al dinero fácil o difícil, pero sin duda alguna al dinero especulador.
    Claro que una inmensa mayoría de taxistas no entiende, la operación, para ellos equivalente a sustituir el automóvil por la calesa, pero si se les reúne en una asamblea y se les invita a corear la consigna, Barcelona més que mai o Barcelona posa't guapa, percibirán esa sensación de formar parte de un todo mágico e invencible que suele tenerse cuando se canta un himno o cuando se desfila después de un duro entrenamiento. Es probable que tanto con motivo de la exposición universal del siglo XIX como de la de 1929, ya se lanzaran incipientes campañas de concienciación de ciudad elegida. Yo viví la campaña del Congreso Eucarístico y a pesar de la sórdida sotanería de aquel acontecimiento, fue impresionante el despliege publicitario destinado a revelarnos que Barcelona había sido escogida providencialmente.
    A continuar, por los límites de la ciudad, donde la ciudad precisamente pierde su nombre y sus señales, se van viendo hileras o racimos de atletas que jadean en sus penúltimos esfuerzos para cumplir un esforzado recorrido. Hasta hace una semana, el espectáculo de ese esfuerzo no tenía la menor grandeza. O eran animales asustados por los primeros índices preocupantes de colesterol o eran animales previsores que invertían en futuros excesos de comer y beber a base de eliminar grasas actuales para dejar sitio a las venideras. Eran simples atletas-señales de una época preocupada por elevar la esperanza de vida. Pero ahora esos mismos atletas tienen otra significación. No se corre de la misma manera en una ciudad no olímpica que en una ciudad olímpica. El olimpismo obliga a un compromiso tanto en la forma como en el contenido y sería conveniente que todos los atletas espontáneos que recorren las eras de la ciudad, fueran obligados a pasar por un cursillo de representación olímpica, lo que les obligaría a sentirse imbuidos de representatividad ciudadana y eso prestaría alas a sus piernas, les coronaría de un metafórico laurel y en lugar de sombras de agonía, pondría en sus ojos chispas de deseo de victoria. Ojos fijos en el horizonte donde la estrella Barcelona més que mai señala la ruta de 1992.
Es un decir. Hasta ahora hemos señalizado para no caernos en los vacíos que nos rodean y no llegar tarde al trabajo. A partir de ahora estamos en el centro de un escenario universal. Hay que hacer buena letra.