M.V.M.

Creado el
20/11/2003.


Ni siquiera se llamaba Terenci

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

El País, 3 / 4 / 2003


Este hombre que se ha ido deconstruyendo durante meses, conectado con la vida mediante toda clase de cables y válvulas que le permitían respirar, pero también mediante Internet, que le propiciaba seguir haciendo pedidos a Nueva York de iconos para sus más sofisticados santorales laicos, pronunció antes de morir una frase transgresora: "Dadme un ducados". El último cigarrillo de su vida fue imaginado, imaginario por lo tanto, y convocaba con él al causante más aparente de su muerte, iniciada por un efisema pulmonar, desde una dualidad que sólo pueden permitirse los héroes de ficción. Sólo los héroes de las ficciones complejas, y a la vez inocentes, pueden estar convencidos de que mueren y no mueren, de que fumar es a la vez un suicidio y una resurrección. Pensemos que ni siquiera se llamaba Terenci, sino Ramón, que después del divorcio homosexual más importante de su vida había practicado el culturismo para poder hacerse fotografías disfrazado de centurión romano, tal vez Cuadrato, el héroe de Fabiola del cardenal Wasserman, que trató de salvar del martirio a san Tarsicio inútilmente.

No sólo no se llamaba Terenci, sino que irrumpió en la literatura catalana en un año famoso, 1968, mediante una novela, La torre dels vicis capitals, seguida de Onades sobre una roca deserta, y no lo hizo vestido de centurión romano o de rey de Egipto, su más secreta ambición, sino de Truman Capote, un Truman Capote necesario en el ámbito de la cultura y la política catalana, empeñada por entonces en la consigna volem bisbes catalans, es decir, queremos obispos catalanes. A Moix le importaba un comino que los obispos de Barcelona fueran o no catalanes, bastaba con que fueran obispos para ser plenamente significantes. Como alternativa él proponía volem Trumans Capotes catalans y creó esta necesidad, es decir, representó una alternativa transgresora y enriquecedora de una cultura tan castigada por el franquismo y la autocontención. Después se abrió la gabardina y nos enseñó todos sus mestizajes consecuencia de ser un muchacho, escritor naïf del barrio más decaído de Barcelona, antes Barrio Chino, ahora, más o menos, Raval; adolescente sensible educado en el tecnicolor de cines olorosos a zotal y animados por pajilleras, sic, de posguerra, al servicio del poco poder adquisitivo de sus clientes, adictos al SOE, es decir, al Servicio Obligatorio de Enfermedad. Sobre las ruinas de uno de sus cines de infancia se ha construido la actual Edicions 62, y lo sé porque yo nací por allí, en la calle Botella; muy cerca, Maruja Torres también, en la de San Rafael; Benet i Jornet, a cuatro pasos, y en la cercana plaza del Padró, Víctor Mora, novelista urdidor del Capitán Trueno. Terenci lo aprendió casi todo en cines como el Céntrico, también en el Mercado de Sant Antoni de libros viejos y tebeos, cómics más tarde, cancioneros, volantes de propaganda de películas soñadas, cromos, libros, libros, libros; el hombre es lo que come, y el escritor, lo que lee.

Desde estos sustratos, Terenci, que se llamaba Ramón, no lo olvidemos, se fue a por los cuatro puntos cardinales que crucifican la tierra y allí estaban Pasolini o Montserrat Caballé o Núria Espert o Lauren Bacall o Elizabeth Taylor usurpando el papel de Cleopatra. Naïf y globalizado, Terenci ya estuvo en condiciones de provocar el prodigio de su transubstanciación hasta ser Terenci del Nil, virtual emperador de una dinastía virtual, y a la vez Bob Fosse convocando el espectáculo y dando entrada y reflector a Lauren Bacall o Sarita Montiel o sabáticamente refugiado en su santuario de cultura visual, todo preparado para ver películas hasta entrada la noche y en invierno viajar hacia el sur.

Cuando le salió lo del enfisema dejó el tabaco y lo pregonó mediante un artículo expiatorio y memorable publicado en EL PAÍS. Luego volvió a fumar y lo hacía incluso cuando estaba entubado, como si nadie le viera, como si no se viera tampoco a sí mismo. Seguro que no se ha tratado de un suicidio, sino de un error de cálculo poético. De su boca salió un último fumetto donde constaba: "Dadme un ducados", y Terenci del Nil sigue, seguirá allí, pidiendo ducados a su hermana Ana María o a Inés, su decisiva secretaria, siempre a la espera del próximo póster que le llegará de Nueva York.

Pero Ramón ha muerto. Ramón Moix ha muerto.