M.V.M.

Creado el
26/8/1998.


Sobre Quinteto de Buenos Aires:

1) Crítica de Masoliver Ródenas

2) Crítica de Justo Navarro

3) Crítica de Pilar Castro

4) Artículos de EL PAÍS


DÚO CON LA TANGUISTA DE Quinteto de Buenos Aires

Adriana Varela: o tango o cocaína

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

El País, 2 / 8 / 1998


A.Varela
Manuel Vázquez Montalbán y Adriana Varela, en Barcelona.
(Foto Consuelo Bautista).
La culpa la tuvieron Liliana Mazure y Luis Barone, no sólo provocadores de mi estancia en Buenos Aires —morían los ochenta o nacían los noventa, no recuerdo— para afrontar una serie televisiva sobre Carvalho, sino empeñados en enseñarme todos los Buenos Aires sagazmente ocultos, vigilados de cerca o de lejos por la presencia del obelisco. Y fue en una noche emergente cuando me metieron en la rosa de Alejandría del barrio de San Telmo, colorado de noche, blanco de día, donde se ubicaba El Berretín, local guerrillero del tango, ya se sabe, uno, dos, tres, Vietnam como pedía el Che. Hay locales estables con un anillo y una fecha por dentro como El Viejo Almacén, y los hay pertenecientes al off Buenos Aires, que tienen la corta existencia del entusiasmo de sus arrendatarios, frágil porque el tango no enriquece lo suficiente ni siquiera a la industria cultural del tango, es decir, te puedes ganar mejor la vida dedicándote a García Lorca o a Joyce, que a Troilo, Santos Diescépolo o Roberto Polaco Goyeneche. Esos locales viven mientras dura el metejón, el enamoramiento del local con su empresario, y viceversa.
    Y en El Berretín tramaba las actuaciones un presentador maquillado y vestido de clown, filósofo de lo cotidiano de Buenos Aires, a manera de guía de la conciencia de los espectadores, desde un humor judeoporteño. De su mano enguantada en blanco entraban los cantantes iniciados aquella noche por un especialista suficiente y clásico que abría oídos y ojos a la espera de Roberto Polaco Goyeneche, el Polaco por suficientes señas, la apuesta de fondo de la casa, porque estamos hablando del último, hasta ahora, cantante mítico del tango duro bien expresado, desde el cerebro situado de cintura para arriba. Como siempre, me dijeron, el Polaco estaba moribundo, pero en cuanto salía a escena se afirmaba sobre sus zapatos color crema y proponía el tango como una demostración de estar vivo. La noche prometía la novedad de una casi debutante Adriana Varela, que entusiasmaba a mis introductores, y por el Polaco y por ella me habían llevado al local. En Quinteto de Buenos Aires, la entrada de Adriana Varela la describo tal como yo la había sentido en la irrealidad de El Berretín: "Aparece una mujer escotada y blanca. Enigmática y con las siete puertas y los seis sentidos bien puestos bajo la luna".

    Con Valdano pude comentar años después aquel descubrimiento y él conocía a la cantante, incluso sabía que la había apadrinado El Polaco con un comentario tajante: no me gusta que las nenas canten tango, pero Adriana es un caso aparte. Para los que teníamos en los oídos de la memoria el registro de tangos cantados por Libertad Lamarque, Imperio Argentina, Nacha Guevara, Susana Rinaldi, el estilo de la Varela era una alternativa radical. El tango ha de salir del cuerpo por todas sus puertas, hay que cantarlo con los seis sentidos, y ella lo emitía desde el centro del mundo, el lugar elegido por sus pies para apoderarse del escenario, sin permitirse señales extras, presencia y voz, como la Piaf o Chavela, a lo sacerdotisa austera, quizás el exceso de sus ojos como una ventana y ventosa de nuestra entrega de espectadores sometidos. Prueba decisiva para cualquier intérprete de tango es que asuma el repertorio clásico como si lo estrenara y algunas piezas especialmente traducen el acierto o desacierto del empeño. Hay que oír y ver a la Varela cantando Muñeca brava o incluso Volver, después de haberlas oído como nana y casi responso de toda una vida, para saber que estás en presencia de la magia de la continuación y la renovación, del encuentro entre lo patrimonial y su modificación. De aquella noche, El Berretín pasó a las páginas de mi novela Quinteto de Buenos Aires como ella misma, una cantante que expresa según vive y me permití la osadía de escribir varios tangos que subrayan las estrategias narrativas, con el fin de que Adriana los cantara en lo que nació como serie televisiva y acabaría en novela. Apagadas las luces de los reflectores que habían actuado de luna, Adriana Valera ha tenido algunos años para ir desvelándonos de dónde viene y a dónde va, muchacha rockera universitaria que consideraba el tango un paisaje melancólico para jubilados de la biología y de la historia, como todos los argentinos que fueron muy jóvenes en los años de la peor dictadura argentina de este siglo. El rock autóctono de aquellos años se adaptó a la estrategia de la protesta, mientras el tango seguía expresando una marginalidad esencial no asumida por aquellos jóvenes sacrificados en el penúltimo altar revolucionario de la modernidad. Luego Adriana Varela conoce medio mundo, porque durante varios años ejerció de esposa de tenista, del que se quedó los hijos y el apellido, dice, porque algo debía quedarle, ya que nunca le pasó la pensión acordada.
    Fonoaudióloga, terapeuta de la voz y la audición, y estudiante de psicoanálisis, de pronto la ruptura sentimental la convirtió en una mujer que proyectaba tener un proyecto.
    —Las mujeres, por la cultura que nos envuelve, cuando tenemos una crisis queremos cambiar de vida, ahondar en la propia fractura, porque se ha roto la identidad acordada. Cuando dejé la geografía de las pistas de tenis del mundo, retomé la guitarra con la que había cantado en privado a los Beatles, Rollings, Serrat, Milanés, Silvio Rodríguez, Lennon, Espineta, Fito Páez, y un día vi Sur, de Pino Solanas, y la película me resume todo lo que la música había aportado a mi vida, sin saberlo, sin ser consciente de ello, como expresión sonora y corporal, como cultura. Y en la película descubro sobre todo a El Polaco, como el lenguaje de un barrio, la expresión de una forma de vivir el barrio de Saavedra. A través del tango, de las letras y del metalenguaje de la expresividad, le salían los orígenes. Yo había desdeñado el tango no sólo como una sentimentalidad ajena, sino porque el tango de mi adolescencia, en los años setenta, era un tango de lentejuelas, alejado de su mestizaje original, y El Polaco lo devolvía a su raíz bohemia. Me estaba contando quién era yo misma, quién era Buenos Aires, qué es la marginación, a mí que lo había aprendido en la militancia universitaria, hermana de un militante del PC, hija de padre socialista y madre peronista, nieta de un sindicalista mítico, Curia, adorado por Evita y personaje glosado por Clarín como uno de los prototipos porteños. El redescubrimiento del tango fue para mí un shock cultural y emotivo.
    Como en las películas, la fonoaudióloga fue al Café Homero, para ver a Marconi, el bandoneonista por excelencia. Allí estaba El Polaco, pero como si no estuviera, fingió Adriana y recibió la oferta de cantar algo, un tanguito, poca cosa, "me aprendí dos tangos en quince días, pero no un tango cualquiera: Muñeca brava".
    —Venite a cantar los fines de semana.
    Hacía prácticas en un hospital y cantaba los domingos para un auditorio que se hinchó de intelectuales y artistas cuando un día compartió cartel con El Polaco.
    —Lleno a cagar, Manolo, y yo muerta de miedo.
    Allí estaba el mito, acodado en la barra, de espaldas a la novata que desde el escenario cumplía su papel telonero. Cuando acabó, Adriana se acercó a Goyeneche, y cuando se volvió hacia ella y tuvo oportunidad de pedirle disculpas, ¿por qué?, no sé, quería no sé de qué, sólo recibió amabilidades y en cierto sentido, ya la bendición del Jordán: éste es mi hijo bienamado, en el que tengo depositadas todas mis complacencias. Allí nació un padrinaje y un mutuo enriquecimiento, el cantante que fue taxista hasta los 40 años, cuando debutó con Troilo y que ya al borde de la última vejez se asomaba al mundo de la tanguista universitaria, a su universo cultural y familiar progresista, e incluso la audiofonología que le atrajo porque valoraba de la Varela su timbre de voz y aquella expresividad estática, el sistema de señales que emite un cuerpo, el lenguaje que no se oye, incluso la teoría y la práctica de los silencios.
    —Hasta la muerte de Goyeneche tuve con él un vínculo edípico. Él era un tipo muy ético y muy mundano, enfermo que se vivificaba cuando cantaba porque el tango es vida. Sin saberlo. Yo también desconozco parte de lo que hago. El artista que sabe demasiado de sí mismo no es un artista, es un profesional.
    Adriana fue asumiendo todo el tango, desde el más periférico y metafórico al más nuclear, el tango de Calícamo, Celedonio Flores o Contursi.
    —Como si se tratara de una cebolla. Empiezas por la capita de afuera y le vas quitando capitas. Y el núcleo del tango es su carácter de música de barrio, de marginalidad. Me he negado a traducir el tango a lo femenino. El tango lo canta siempre un poeta comprometido, aunque los tangos no tengan un contenido explícitamente político, todos los tangos son comprometidos, porque son políticamente incorrectos, y más en estos tiempos en los que la derrota, la pobreza y la marginación muestran su condición de efectos políticos. Es lo incorrecto, lo transgresor, por eso ha vuelto. Y en estos tiempos de cobardía ante la inseguridad, el tango ayuda a atravesar la angustia. Cuando me siento deprimida prefiero enamorarme o cantar un tango que drogarme, sobre todo de cocaína, la droga imperialista que pone dura a la gente, no la deja caer en la angustia. Es el castigo de los indígenas contra sus depredadores. Traduce el programa del sistema y te pone duro, bonito y productivo. No te deja sufrir.
Cuando me enamoro lo hago a fondo, como cuando canto un tango. Cuando me tomé una historia me la tomé.
    Me lo está contando a pocas horas de su debut en Barcelona, en el marco del Grec, una llegada tardía porque Adriana es muy gandula y lo suyo no es una carrera, dice, ni es nada. Dueña del público porteño, ahora le gustaría cantar en otros escenarios, recibir otro eco.
    —Pero para comprobar que el tango lleva su ambiente a cuestas. Cantes donde cantes el tango, se establece una complicidad de espacio, tiempo y emotividad. Eso es lo misterioso de lo universal. Lo energético del lenguaje, más allá de la lengua, rito, corporeidad, ese es el misterio que me une o me desune.
    Cuando le comento que el tango es ella, pero también se atreve con él Julio Iglesias, se plantea el imaginario de actuar junto al cantante de Miami.
    —Sería un incordio estético, pero como desafío interno, maravilloso. Ahora tengo ganas de cantar sola. Desafiándome como mi enemiga y mi amiga.
    No hay tangos nuevos con suficiencia para cohabitar con los antiguos, salvo el tango instrumentalista de Piazzola. Tal vez algún día resurja como la poética de los nuevos perdedores, pero hoy, normalmente, cuando alguien se pone a escribir un tango, lo convierte en una cosa, dice Adriana, recuperando su condición de estudiante de psicoanálisis, superyoica, y pierde la espontaneidad del malditismo del que nació, controlada espontaneidad de lo caótico que consiguen sus mejores poetas. Cuando sea mayor, quisiera ser como la Susanita de Quino y terminar su vida junto a sus nietos, con un hombre al lado, mirando el cielo, hablando de estupideces. No. Ese hombre no ha de ser atleta de nada. Alguien parecido al protagonista de Drácula, pero sin colmillos. Y de momento, cantar tangos cada vez más nucleares y rechazar las propuestas que le llegan con el éxito.
    —Me proponen cada huevada que me cago de risa.


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