El escritor existe cuando encuentra sus lectores

Álvaro Castillo Granada
(librero y lector)


No soy periodista. Soy un lector al que, por razones del destino y la magia, se le dio la oportunidad de conocer y conversar con uno de sus escritores favoritos. Un autor que primero fue una referencia, un nombre y, después, un libro tirado en la calle, en la carrera décima con calle 19. Arcángeles era el libro. Después siguió y sigue una búsqueda frenética de sus obras. Paco Ignacio Taibo II, con cincuenta años de edad, ha escrito más de cuarenta libros. He leído 30 y han llegado siempre por azar, desde otros países, por trueque, por avión, por mar... En cada uno de ellos he encontrado no sólo a un magnífico narrador y ensayista, sino a un amigo, a un compañero de viaje. 
Esta conversación, que sobrepasó con creces mi mejor sueño, pudo ser gracias a una suma de solidaridades: a Rodrigo Argüello, que me contó que Paco venía; a Soraya Peñuela y a Leonel Giraldo, que pensaron en mí y me invitaron, a Santiago Gamboa, que tendió los puentes; a Eligio García, que me prestó la grabadora; a Luisa Fernanda Arango, que tomó las fotos; a Victoria, que la digitó...
Leonardo da Vinci dibujó la bicicleta antes de ser inventada. Yo jamás pensé que podría conversar con Paco Ignacio Taibo II.

Hace años, en una entrevista, vi su nombre y me pareció que debía ser un chiste. Después me enteré de que no lo era y que había un Taibo I. ¿Quién es él?

Taibo I es el jefe, el verdadero y único jefe. Mi padre es escritor y fundador de la dinastía. Cuando terminé mi primera novela, le dije: «Ya la tengo. ¿Cómo nos vamos a llamar?» Serían las dos de la mañana, estábamos sentados en la sala de su casa y me dijo: «¿Pues qué se te ocurre? Pues como los pelotaris: Uno y dos». Desde entonces él empezó a firmar sus libros Paco Ignacio Taibo I y yo Paco Ignacio Taibo II. Mi padre es un personaje. No sólo es una influencia extraordinariamente positiva y amorosa en mi vida: solidario, buen compañero, buen colega, buen maestro; sino que ha sido continuamente una lección de dignidad, de solidaridad, apoyo, buena fe, de ética profesional. Siempre digo que es más guapo, más simpático, escribe mejor que yo y que me pesa en la espalda del lado bueno. Un estímulo mi padre, no una debilidad.

En uno de los capítulos del libro Para parar las aguas del olvido, de Taibo I, se dice que habría que llamar a todos los héroes de la literatura para que vinieran a dar la batalla. En su novela Héroes convocados, Néstor Roca llama a D’Artagnan, a Sherlock Holmes, a Emilio Salgari, para vengar la derrota del movimiento estudiantil de 1968. En Cuatro manos se menciona a una muchacha triste que se va a suicidar en una ciudad europea. La historia de esa muchacha aparece después en Adiós, Madrid, la última de las novelas de Héctor Belascoarán Shine. ¿Sus libros se nutren no sólo de sí mismos, sino de otros que ya se han escrito?

No me había dado cuenta, pero es muy probable que sea así, que vaya dejando mensajes para mí mismo en un libro y luego, años después, los recupere. De hecho hay una novela en que esto es muy transparente. Primero escribo Sombra de la sombra y me queda colgando san Vicente como personaje.

Después escribe De paso.

Donde de veras me dedico un poco a encontrar a un personaje que parece imposible de hallar. Pero sí creo que hay mensajes que me he dejado a mí mismo por ahí y que, años más tarde, los rescato. Cuando escribí el primer Arcángeles me dejé muchos mensajes. Ese libro no me gustaba porque  estaba incompleto, porque eran pocos, porque no había un experimento literario como yo quería. En el segundo lo logré: la gama de una docena de personajes con aproximaciones narrativas diferentes y que daban un cuadro de los heterodoxos de la revolución de nuestro tiempo.

¿Esa presencia  constante de anarquistas en sus novelas tiene que ver con las experiencias de su padre en la guerra civil o las suyas en el movimiento sindical?

Pienso que hay una influencia del anarquismo como pensamiento político y, sobre todo, como práctica política, a través del anarcosindicalismo español y de la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores) en el pasado de mi vida. Luego, en mi experiencia como sindicalista, hubo una fuerte influencia de las propuestas, de los métodos, de los conceptos, de la actitud, de la organización por la base. Por otra parte, yo creo que esencialmente  mi desprecio hacia el Estado como forma de control tiene un origen libertario. No soy un anarquista puro sino, al contrario, muy heterodoxo. Pero bueno, soy muy heterodoxo en todo. El hecho de que en la literatura y el trabajo ensayístico que hago reaparezca el anarquismo como una gran potencia, forma parte de esta voluntad de recuperar en toda su riqueza el pensamiento del conjunto de la izquierda.

En La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, se le califica de ortodoxo.

¡Ultra!, que quería ir a las fábricas...

¿Queda algo de ese ultra ortodoxo?

No. Además, no era cierto. Es absolutamente injusto: ni era tan ultra, ni era tan ortodoxo. Sí era de los que pensaban que había que volcar el movimiento hacia las fábricas, en mi opinión la única salvación que podíamos tener en el 68, porque si nos quedábamos dentro del marco del movimiento estudiantil nos iban a ahogar, como nos ahogaron. Al margen de mi actitud en el 68, que creo que era correcta, había elementos en la manera de vivir y de actuar de aquel Taibo  que en aquella época tenía diecinueve años.

¿Ese Taibo era militante del partido?

No. Nunca fui militante del PC. Era militante de un grupo de izquierda, de la Liga Espartaco.

¿Cómo fue esa experiencia del trabajo sindical, recogida después en los libros Doña Eustolia blandió el cuchillo cebollero y El regreso de la verdadera araña?

Es posterior al 68, más o menos en 1971. Con la idea de que la sociedad mexicana no tenía oxígeno y que, entre otras cosas, las estructuras corporativas de la organización que descendían desde el Estado estaban matando al conjunto de la sociedad, me dediqué, durante cuatro años, a un trabajo de organizador sindical, del cual esas dos colecciones de cuentos son un poco mis memorias indirectas. Me aportó el conocimiento de un país que desconocía, del mundo barrial y fabril de la Ciudad de México y del país entero. Lo recorrí como organizador sindical. Malviviendo, trabajando como periodista free lance. Con lo poquito que ganaba me mantenía para poder estar corriendo de una parte a otra del país, participando en el movimiento. Dormí en callejones, en puertas de fábricas, en locales sindicales y en el suelo. Organicé y desorganicé. Aporté un poco al intento por destruir la estructura de un sindicalismo corporativo gangsteril que dominaba en México entonces y que todavía perdura.

¿Por qué dejó de trabajar con los sindicatos?

El ascenso del movimiento social en el espacio sindical fue derrotado. La gran oleada del sindicalismo democrático mexicano, que cubre de 1971 a 1975, terminó con una derrota. De repente ya no había espacio. Entonces me moví hacia otras cosas en mi vida, casi por inercia.

¿Hacia qué otras cosas se movió? ¿Se dedicó a escribir?

He estado escribiendo de una manera más o menos regular desde el año 1969. Me moví hacia el periodismo, hacia la investigación social y, luego, hacia la creación de redes de información directas del movimiento en los años setenta.

¿De dónde nace la idea de escribir las novelas de Héctor Belascoarán Shine?

Nace de que cierta vez alguien me dijo que no podía haber novela policiaca en América Latina, que ese era un género anglosajón, y como me encanta la idea de llevar la contraria... Nace también de mi gusto por la novela policiaca como material de lectura, de la idea de que sociedades como la mexicana podían percibirse de una manera más clara y más directa si se ven a través del hecho criminal, pues lo criminal es lo que revela la esencia de la sociedad. La novela policiaca tiene la virtud de desentrañar los laberintos que articulan el crimen de Estado, el abuso del poder, la delincuencia cotidiana que surge desde la base de la sociedad.

En La vida misma escribió: «Es una novela de crímenes muy jodidos, pero lo importante no son los crímenes, sino (como en toda novela policiaca mexicana) el contexto».

La literatura no es un vehículo transportador de ideología. La literatura es literatura y, entre otras cosas, al ser literatura transporta ideología. La novela criminal tiene un valor en sí misma: su capacidad para contar no sólo la anécdota del hecho criminal que se está narrando, sino la sociedad en su conjunto.
 

En sus libros la memoria es un tema recurrente. ¿Por qué es tan importante para usted?

Supongo que porque vengo de una familia donde los apegos a la memoria son muy potentes. Hay una tradición tribal, un respeto por el pasado, un anclaje de continuidades, una especie de decir: «Venimos de esto y vamos hacia esto», que en la estructura familiar, con unas fuertes cargas políticas y sociales, siempre ha estado ahí. Y, por otra parte, el descubrimiento de México, en el cual el país tiene la tradición de perder memoria a partir de una violenta acción continua del aparato estatal para descafeinar todo.  Una de las batallas más importantes en el terreno de la cultura es la batalla por la preservación de la memoria, de las memorias.

¿Esa preservación de la memoria tiene que ver con el no dejar olvidar a los fantasmas, a aquellas personas que están de paso por la vida?

Sí, y no permitir que las historias desaparezcan, se diluyan, se suavicen y se conviertan en iconos, en nombres de calles, en estatuas. Trabajos como el de Escobedo, el general orejón, o la biografía del Che, son batallas contra otra forma de olvido. El olvido como simplificación al máximo de algo, reducción a esquema y colocación en un anaquel.

¿Cómo fue su relación con el Che?

Tormentosa. Absoluta y asquerosamente tormentosa. El Che me persigue. Es muy conflictivo. Escribir sobre él es acercarse mucho a un personaje que tiene una tremenda fuerza de compulsión. El Che compulsiona todo lo que toca. Lo introduce en una lógica de deber hacer, tener que hacer, hay que moverse. De deberes haceres, de voluntades. Uno está escribiendo sobre él y entra en ese fermento de voluntades que le roba el sueño, se vuelve uno hipercrítico, hiperautocrítico. Me salvaban el sentido del humor del Che y la distancia y mi propia capacidad autocrítica. Pero es muy duro. Es como un viaje hacia un personaje de gran intensidad que tenía la carga de la heroicidad. ¿Cómo demonios se atreve uno a mirar de frente a sus héroes, de tú a tú? No pueden hacerse biografías en la distancia, el respeto y la sumisión. Hay que hacerlas desde la igualdad, porque es lo que debe contárseles a los lectores. La idea no es que «Si te portas bien serás como el Che», sino que el Che es como usted y yo y punto. Es uno más. Esto es lo que hay que traducir. Salí de allí lleno de miedos, de obsesiones, de compulsiones, de culpas que no tenía. Fue un libro dificilísimo de escribir.

Tiene una facilidad aparente para pasar de un género a otro: de la crónica a la historia, del reportaje a la novela. ¿Cómo maneja esos diferentes géneros? 

La función de un escritor es romperlos, hacer destrucciones genéricas, jugar en los territorios intermedios, crear nuevos géneros a partir del mestizaje. Todo es material narrativo: la historia, el periodismo... Son problemas de extremos. En medio hay un montón de espacio. En Arcángeles intenté demostrarlo: aplicarle la narrativa a una investigación histórica ortodoxa y tradicional. 

En la biografía del Che se nota también esto. Más allá del rigor investigativo, está tan bien contada que lo atrapa a uno como si fuera una novela.

Creo que es el mejor elogio que me han hecho los lectores de la biografía hasta ahora. Se produjo casi en seguida de salir el libro. Como a la semana de haber salido encontré al primer lector que me paró en la calle y me dijo: «Lo leí como una novela». Y dije: «¡Puta! ... ¡Lo logré!». El gran riesgo era haber dedicado tres años de mi vida a escribir un ensayo ilegible, un ensayo para especialistas. Lo que quería era hacer algo que tuviera una lectura muy fluida, pero al mismo tiempo no me podía dar el lujo de perder información o perder complejidad. Es un gran elogio para mí que diga eso, de veras es un gran elogio. Durante mucho tiempo en América Latina se han creado falsas premisas, producto de nuestra condición de tercer mundo imitador. Hay una sobrestimación del papel del escritor en la sociedad y del valor del escritor respecto a sí mismo. Existe una especie de extraño esnobismo en los escritores latinoamericanos, que los convierte en figuras verdaderamente ridículas, pagadas de sí mismas,  que dicen cosas como que el acto literario empieza y termina en ellos mismos. Tal vez la escritura, como fenómeno de creación, comience y acabe en uno mismo, pero eso no es literatura. La escritura es el acto de producir en palabra escrita un libro, mientras que la literatura es el fenómeno mediante el cual el libro empieza en el escritor y termina en el lector. Muchos de mis colegas quieren olvidar esto, aunque luego, a la hora de cobrar los cheques de las regalías de los derechos de autor, se acuerdan de ello. Y se quejan porque los lectores son tontos. Hay una especie de olvido de la esencia del camino literario. El camino de la literatura es el problema del encuentro entre el escritor y el lector. La literatura se produce cuando alguien lee lo que uno escribe y no antes.

Existe una empatía asombrosa entre sus libros y sus lectores...

Para mi desdicha mis lectores son de culto, colega. Llaman por teléfono y dicen cosas como: «Tiene que escribir una novela sobre esto». Se ha vuelto un fenómeno sorprendente, de dimensiones planetarias. Hace un par de meses di una conferencia en Milwaukee. En las dos primeras filas había un grupo de jóvenes con su gorra de béisbol vuelta hacia atrás. Yo dije: «Me los mandaron los fundamentalistas del poder blanco para romperme la madre al final de la conferencia». Sin embargo, al terminar vinieron y me abrazaron. No me querían soltar. Uno de ellos dijo: «Nos cambiaste la vida con Sombra de la sombra en Estados Unidos. Somos un grupo de trabajadores de las cervecerías. Ahora somos lectores». Jóvenes de veinte, veinticinco años. Tengo once libros editados en Estados Unidos, de los cuales habían leído siete u ocho. Me agarraron y me secuestraron toda la noche. Soy un autor francamente afortunado, porque hay una gran empatía entre los libros que escribo y la gente que los lee, lo cual me pone de muy buen humor. Para eso se escribe, ¿no? Para tener lectores. Así soy cuando leo. Cuando  una novela me fascina de veras creo una relación de amor con el autor. 

¿Toma partido al escribir?

Al vivir tomo partido y luego al escribir esto se refleja. Yo no soy aséptico en esto. Yo no  estoy al margen de. Lo que ocurre es que pienso que la literatura tiene reglas propias. Hay que tener muchísimo cuidado de que el panfleto no se deslice. Cualquier pretensión de hacer pedagogía literaria es criminal, asesina. Cuando quiero hacer un panfleto hago un panfleto, cuando quiero hacer un volante hago un volante y cuando quiero hacer una novela hago una novela. Evidentemente estoy en una zona donde hay partido.

¿Todavía está a la izquierda?

Desde luego, no hay otro lugar para mí; es más, no puedo concebir otro lugar. Estoy en el sitio donde se piensa que la justicia social es la prioridad número uno de una sociedad. El Estado me tiene en su lista negra y yo tengo en mi lista negra al Estado mexicano. Estamos a mano.

Se le considera el fundador del género neopoliciaco en América Latina. ¿Puede decirme en qué consiste?

En la década de los setenta surge, por emergencia natural, una nueva literatura genérica, muy violadora de la anterior, con mucha carga política y social, muy rompedora. Esto que llaman el neopoliciaco: literatura vinculada al hecho criminal con una estética mucho más desarrollada, una serie de preocupaciones estilísticas incorporadas al texto y, simultáneamente, una obsesión por calar en el fondo de las sociedades. Aparecen un montón de autores que estamos en un montón de países simultáneamente, sin que nos conozcamos. Manchette en Francia, Vázquez Montalbán en España, Ross Thomas en Estados Unidos, Chavarría y Justo Vasco en Cuba, Jürgen Alberts en Alemania, Julián Ibáñez, Andreu Martín, Juan Madrid y González Ledesma en España. Una serie de autores con este tipo de preocupaciones comunes, casi todos ellos surgidos de las emergencias político-sociales de finales de los años sesenta, movimientos del 68, convulsión política en torno a la guerra del Vietnam, revolución cubana... Todos estos fenómenos de la izquierda de esa época crean una generación de autores, por una parte irreverentes a las estructuras tradicionales del espacio literario, hacia las jerarquías de la literatura y, por otra, con una visión áspera, crítica, de sus sociedades, que adoptan el policiaco. Ahí surge lo que se podría conocer como el neopoliciaco.  Después de la gran revolución de la ciencia ficción norteamericana de la década de los sesenta, ésta es la última revolución genérica que se ha producido en el planeta. 

En el libro 68 aparece una frase de Thornton Wilder, que para ustedes los militantes fue memorable: «Cada persona que ha vivido alguna vez, ha vivido una sucesión continua de situaciones únicas». Sus libros son también intentos de preservar las historias únicas de gente anónima, de los «invisibles». No sólo importa el detective, la víctima, sino también el chicharronero que recita a Rubén Darío…

Tiene que ver un poco con la estructura del policiaco tradicional contra el que nos rebelamos, pues allí los personajes secundarios son funcionales, esto es, sólo tienen funciones. Si hay una actriz joven, está ahí para que el personaje central le vea las piernas y, a través de esto, revele su lascivia. Si algo odio son los personajes funcionales: no tienen rostro, no tienen alma, únicamente existen para permitir que la anécdota avance. Desde el inicio del neopoliciaco una de mis preocupaciones es matemos a los personajes funcionales y convirtamos a los personajes secundarios en personajes. Esto es un poco lo que usted percibe. El intento por darles entidad, fuerza y poder.

¿A qué se debe su extraordinaria fertilidad? Más de 40 libros...

A que soy un escritor que no bebe alcohol y soy monógamo. Mi generación se dedicó a conquistar las esposas de sus amigos y a emborracharse. Entonces, perdieron un montón de tiempo. Yo, que soy monógamo militante, vivo enamorado de mi mujer y no bebo, he tenido mucho más tiempo que ellos. Y lo he dedicado a escribir.

¿José Daniel Fierro todavía quiere escribir novelas de realismo socialista de aventuras? ¿Poco realistas, con algo de socialismo y mucho de aventuras?

A diferencia de Belascoarán, al que ciertos lectores tratan de interpretar como mi alter ego, y no lo es, puesto que es alguien que está fuera de mí, José Daniel Fierro sí es mi alter ego. Yo transporto sus obsesiones y él transporta las mías. Queremos escribir realismo socialista pero no como dicen los cánones que es sino una especie de realismo socialista subvertido. Creo que lo que estamos haciendo es una especie de subrealismo subsocialista. Algo así.

Una última pregunta. Dice que hay que hacer una literatura de factura compleja pero de lectura fácil. ¿Cómo?

Sí. No sé cómo se hace. En eso estoy, en eso he estado y en eso quiero seguir estando. Hay que ponerle a la manufactura toda la capacidad técnica, pero esto no debe transportarse a la dificultad de la lectura. No debemos, y no es función de los escritores, crear una literatura para escritores que se mueva en circuito cerrado. Es función de los escritores llegar hasta los lectores, al igual que no perdonar, no hacer concesiones técnicas en nombre de la facilidad. Este es un debate permanente entre lograr una literatura que sea legible y, al mismo tiempo, que tenga grados cada vez mayores de complejidad en su estructura, en su pensamiento crítico, en su formación, en su construcción literaria, en el uso del lenguaje. Un escritor no es nada, un escritor es la mitad de algo, una mitad incompleta, y mientras no encuentra a sus lectores, sigue siendo esta mitad incompleta. El escritor existe cuando encuentra a sus lectores y pasa a ser la totalidad de otro algo nuevo. Es muy importante para alguien saber que lo están leyendo, que los que compraron los libros los leyeron, mano... 

(Bogotá, septiembre 20 de 1999)