M.V.M.

Creado el
12/10/99.



La crisis de la izquierda

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

EL PAÍS, 6 / 5 / 1984.


La historia les hizo así. Los partidos socialistas y los comunistas actualmente existentes son estructuras políticas con una lógica interna interrelacionada con la historia que han vivido y que han hecho. Ambos devienen de una toma de conciencia decimonónica sobre el sentido de la historia y del progreso humano, cuyo mejor codificador fue el socialismo científico y, en primer plano del mismo, Marx y Engels. La acción teórica y práctica del marxismo a través de sus organizaciones políticas y sociales ha contribuido a modificar las condiciones objetivas y subjetivas que hicieron posible el pensamiento original de Marx y Engels tal como se dio. La acción del marxismo también ha modificado al antagonista, ha debilitado su prepotencia, pero al mismo tiempo le ha obligado a adecuar instrumentos de ataque y defensa de nuevo tipo. Marx y Engels diagnosticaron certeramente la razón de la historia y las condiciones totales de su tiempo. Pedirles que además acertaran en la respuesta que iba a recibir el marxismo y en las intermodificaciones consiguientes sólo se puede hacer desde la ignorancia, la beatería o la mala fe.
    Las formaciones políticas herederas de la conciencia de lucha de clases fraguada a partir de la revolución industrial disponen de un metabolismo históricamente conformado en la dialéctica constante entre sus deseos y la realidad. Han interiorizado un conocimiento de la realidad y han exteriorizado un comportamiento histórico para modificarla positivamente, valiéndose de distintos mecanismos de adaptación a las circunstancias cambiantes. Aprehender realidad. Ésta es la clave de la cuestión. Naturalmente, a partir de un conocimiento científico de los mecanismos de la realidad, sea cual sea el énfasis que se ponga sobre tres fases interrelacionadas de una misma situación concreta: las claves económicas, las posibilidades políticas, la energía transformadora de la conducta social. Si se mantiene esta tensión dialéctica entre lo que se sabe, se asume y se hace, los partidos políticos progresivos están en condiciones de forzar los ritmos de la historia. Si se rompe esta tensión dialéctica, los partidos políticos tienden a instalarse en lo que ya saben y a convertirse en factores objetivos de retención de ritmo histórico, cuando no en instituciones fácilmente manipulables por los partidarios de convertir el filme en una foto fija.
    Los partidos políticos son sujetos colectivos pensantes, capaces de adquirir un saber, una conciencia y de actuar en consecuencia. Los de derecha tienden a convertir lo que ya saben en categorías de conocimiento universal eterno inmodificable, a lo sumo con capacidad mimética de adaptación a transformaciones superficiales. Pero la razón de ser de la izquierda radica precisamente en su papel de energía de cambio para bien, es decir, para mejorar cuantitativa y cualitativamente la condición humana contra toda alienación superable, contra toda alienación que tenga una razón de ser social.

Este sujeto colectivo pensante, este intelectual orgánico colectivo llamado partido, sea socialista o comunista, decide unos mecanismos de aprehensión de la realidad, metaboliza los datos recibidos y actúa. La bondad del procedimiento ha sido incluso cantada por los poetas: "Tú tienes dos ojos, pero el partido tiene mil", escribe Bertolt Brecht en el inicio de su Oda al partido. En sus etapas de vanguardia de la conciencia crítica, socialismo y comunismo fomentan un aumento cuantitativo del saber de sus militantes y disciplinas internas de debate que acercan, dentro de lo que cabe, a esa elaboración colectiva de consciencia. Creo que es posible incluso delimitar el momento del tiempo histórico en que, ya separados comunistas y socialistas, atrofian sus mecanismos de aprehensión de la realidad a partir de servidumbres no sólo diferenciadas, sino incluso enfrentadas entre sí cruelmente. La lucha entre espartaquistas y socialdemócratas al acabar la primera guerra mundial o las batallas, no siempre meramente dialécticas, entre la II y la III Internacional, inmediatamente antes e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, bloquean la capacidad de aprehensión critica de la realidad, en un doble sentido de la palabra bloquear: paralizan mecánicamente y alinean según el punto de referencia de dos bloques internacionales. Socialistas y comunistas aprenden, piensan y actúan en función de tomas de posición en una de las dos trincheras y tienden a convertirse en factores de parálisis histórica, de instalación en el empate histórico. El grado de agudización de la guerra fría, marca el grado de cerrazón o apertura en el bloqueo, y resulta de un primitivismo marxista ruborizante llegar a concebir la sospecha de que el deshielo dogmático de los años sesenta se debió al boom económico neocapitalista, que hizo a los unos menos hostigantes y a los otros menos recelosos.
    Lo cierto es que de ese largo período de guerra de trinchera los partidos comunistas y socialistas salieron seriamente afectados como sujetos conscientes. Los partidos socialistas reducían el intelectual orgánico colectivo a congresos fantasmales donde se imponían los hechos consumados, el saber digerido por el aparato profesional que esgrimía la lógica de lo pragmático. Y los partidos comunistas se dividían internamente en dos entes, sólo unidos por la cultura de las disciplinas y el seguidismo: el partido programador y el partido máquina, reducido casi siempre el partido programador a la prepotencia de los poderes fácticos internos, encabezados por los secretarios generales y los dirigentes creados a partir de las costillas de los secretarios generales. Los colectivos militantes se convertían paulatinamente en idiotas orgánicos colectivos informados a través de filtros cenitales. Sólo así se explica que los partidos comunistas occidentales tardaran más de veinte años en enterarse de que el asalto al palacio de Invierno era ya imposible y que algunos partidos socialistas del mismo hemisferio aún no sepan que actúan como agentes objetivos al servicio de la supervivencia del sistema capitalista.

El desencanto o la disidencia, cuando no la apostasía, jalonan de espíritus sensibles las cunetas de un largo camino que va desde 1945 hasta el infinito, y en el interior de los partidos de izquierdas se ha instalado una conciencia de administración de lo que ya se es y de lo que aún se tiene, es decir, de un patrimonio social que sólo sale al exterior los días de procesión electoral y en algunas otras fiestas de guardar. A los partidos socialistas aún les queda el morbo histórico de un bandazo electoral que les permita relevar a la derecha, más por una fluctuación del gusto colectivo que por una clara diferenciación de programas de gobierno. Pero a los partidos comunistas de Occidente, salvo el italiano, que tiene un patrimonio difícilmente dilapidable, sólo parece preocuparles la búsqueda de un espacio electoral que les haga necesarios históricamente y que les ayude a mantener un aparato burocrático.
    La sociedad civil asiste a este espectáculo cada vez más distanciada y a lo sumo convocada para elegir entre males menores, pero desde una sospecha, más o menos lúcida, de que el saber de la izquierda no se renueva y sus mecanismos de creación de conciencia colectiva y de movilización de energía de cambio están atrofiados. Prueba de ello es que los partidos de izquierdas no sólo tienen rotos los mecanismos de comunicación con la inteligencia no partidaria, sino que no han sabido localizar la aparición de nuevas formaciones de conciencia crítica como respuesta a injusticias objetivas que los partidos de izquierda o ignoraban o tenían olvidadas, o embalsamadas de retórica. Pongamos como ejemplos el ecologismo, el pacifismo o la liberación sexual, que hasta ahora tanto los partidos socialistas como los comunistas, en cuanto aparatos, sólo han sabido ignorar o manipular, más según razones electorales que de consciencia revolucionaria. Para muestra, el comportamiento de la socialdemocracia alemana occidental, que es promisil o antimisil según esté en el Gobierno o fuera del Gobierno, o de los partidos comunistas que son anticentrales nucleares... occidentales. Igualmente son incapaces los partidos de izquierda de dar una alternativa a la conciencia abstemia que impregna la disposición política de mayoritarios sectores de la sociedad, imbuidos de que sobreviven en un mundo de efectos sin causas, en el que la mejor elección es la del mal menor.
    Sería gratuito denunciar esta radical impotencia histórica desde una complacencia masoquista o como coartada de disidencia. La parte más lúcida, menos alienada, de la izquierda tiene la obligación de proponer el desbloqueo del intelectual orgánico colectivo, desbloqueo que previamente requiere una revisión de la razón de ser de partidos transformadores, reducidos a la función de porteros de trinchera o de instituciones contribuyentes al esplendor del supermercado de las ideologías desideologizadas. Casi 200 años de cinismo burgués enriquecen la finura de la distorsión practicada por la argumentación de la nueva derecha, que llega a reprochar a la izquierda tradicional su inutilidad revolucionaria. Pero no porque la crisis de ia izquierda sea un argumento de la vieja o nueva derecha deja de ser real. Esa crisis existe y activa la falta de capacidad de respuesta social a la situación de desesperanza que caracteriza a la sociedad civil de Occidente, una sociedad que ni siquiera tiene el proyecto de hacer algo para sobrevivir, que se limita a asumir cotidianamente que la han dejado sobrevivir.

La ofensiva ideológica de la nueva derecha empezó poniendo contra las cuerdas al marxismo como método de diagnóstico, y a los partidos marxistas, como instrumentos para la transformación positiva de la realidad. A continuación se puso en revisión la posibilidad de que la historia tuviera un sentido progresivo y que ese sentido pudiera ser activado. Finalmente, la ofensiva apunta al descrédito mismo del saber histórico, de la historia, porque así queda sin sanción el comportamiento de la reacción objetiva y se elude la gran cuestión: la necesidad de cambiar la idea de progreso acuñada por la conciencia burguesa, arruinada por el grado cero de desarrollo y la imposibilidad de mantener los niveles de acumulación capitalista. A la defensiva, con miedo a perder votos, a desestabilizar el statu quo de los bloques o a excitar el fantasma del fascismo, los partidos de izquierda tradicionales han dado la callada por respuesta, asumen un strip-tease teórico que más parece el lanzamiento de lastre desde un globo que pierde altura, y en lo fundameatal renuncian a renovar su conocimiento social, porque tal vez se pondría en cuestión su propia función. Y en cuanto a los intelectuales de izquierda no órgánicos, no militantes, o bien están en plena espiación por sus alienaciones pasadas o bien temen pasar al museo antropológico de la premodernidad, juntos y revueltos con el Manual de Economía de la Academia de Ciencias de la URSS, el santo prepucio de Kautsky, el tampax y el traje de baño incorrupto de Mao Zedong.
    Los malestares de la conciencia universal fin de milenio son malestares sociales derivados de una determinada organización de la producción y de la vida, y, por tanto, sigue siendo necesario un cambio radical de estructuras, sin que pueda separarse el plano nacional del internacional. El marco dialéctico de fondo sigue siendo la relación de dominación entre capital y trabajo, entre centros colonizadores y periferias colonizadas. Es decir, el marco sigue siendo, en lo fundamental, el que supo plasmar el socialismo cíentífico, al que hay que añadir más de 100 años de agudización y metamorfosis de las contradicciones. Pero es cierto que la radicalidad de estas contradicciones se manifiesta sobre todo en la periferia, y el escepticismo desganado del habitante de una provincia céntrica del imperio es consecuencia de su propia pérdida relativa de protagonismo. El tema de la crisis de la izquierda entretiene como una chuchería del espíritu que sólo tiene sentido en los escasos rincones del mundo (París, Londres, Malasaña, Olot) donde la izquierda ha podido permitirse el lujo de anquilosarse. Pero, incluso en esos rincones privilegiados, la izquierda sigue teniendo función cuando, por encima de razones de coyuntura, está en condiciones de elegir entre sandinistas y anti-sandinistas, entre burocracia soviética y aquellos disidentes que apuestan por las libertades como instrumentos para cambiar la vida y la historia, entre nuclearización y desnuclearización, entre política de bloques y desarme universal generalizado, sin olvidar tomas de partido tan elementales como elegir el sentido de austeridad que trata de imponer la patronal o el sentido que pueden asumir las clases populares a cambio de estimular el proceso de transformación.

Pero difícilmente la izquierda puede quejarse de la ofensiva de la nueva derecha y de la grave neutralidad apolítica de la juventud o de las masas cuando no ha sabido ni siquiera espabilar al intelectual orgánico colectivo que tenía más cercano y ha tolerado, por vía activa o pasiva, que se convierta en un idiota orgánico colectivo, idiota perfecto, porque ni siquiera sabe que lo es. Al margen de este querer o no querer, poder o no poder, la historia sigue y los aburridos provincianos o capitalinos del imperio pueden ver a través de la televisión, privada o pública, en blanco y negro o en color, cómo en la periferia la nueva derecha es otra cosa e inscribe 30.000 desaparecidos en el necesario debe de la democracia. Y sin ir tan lejos, los desganados occidentales pueden comprobar cómo los bobbies pierden la compostura cuando los pacifistas se oponen a que la nueva derecha convierta su peso en misiles atómicos y cómo los sofisticados ejecutivos de multinacionales, irónicos y sutiles perdonahistorias, puestos a elegir entre beneficios y contaminación, eligen contaminación.
    Al fin y al cabo, la izquierda nació históricamente para ganar la batalla del progreso, y si la izquierda realmente existente no sirve, las necesidades humanas la sustituirán por otra. Incluso pueden cambiarle el nombre. Pero me parece que no se trata de una simple cuestión nominal.