M.V.M.

Creado el
6/4/2000.


Prólogo de
100 años de deporte

Difusora internacional, 1972

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN


Probablemente el hombre aprendió a correr porque necesitaba huir. Saber correr fue un hecho cultural condicionado por una necesidad. Aprendió a lanzar la jabalina para matar a distancia a otros animales cuya aproximación resultaba peligrosa. Aprendió a nadar cuando necesitó vadear ríos o salvarse de naufragios de primerizas naves. La base histórica de la "Cultura Física" es la supervivencia, y el cuerpo del hombre se fue formando en perpetua dialéctica con la necesidad de sobrevivir: el cuerpo del hombre y el del ciempiés, el cuerpo del hombre y el del águila real, el cuerpo del hombre y el del arador de la sarna.

    La aparición del Deporte es otra cuestión, también cultural, pero ligada a la cultura del ocio. El Deporte es una aplicación voluntaria del ejercicio físico a fines no necesariamente de supervivencia. El Deporte, según las incipientes evidencias antropológicas que sobre él existen, nace en relación con el juego y la danza, aunque en sí mismo figure desde su nacimiento como un sustituto del conflicto y la competición. Cada comunidad primitiva creó sus juegos y sus danzas ligados al ritual religioso, pero también tenían mucho que ver con la Historia del Espectáculo. Por muy primitivas que fueran las comunidades, asistir y participar en los juegos era una variante relajante en la rutina de cotidianeidad. El juego y la danza eran expresiones simbólicas que encarnaban los jugadores y los dominantes, pero la participación alcanzaba a los espectadores, encantados en la magia de los movimientos inútiles.

    Como todo hecho cultural, el juego fue ya desde sus orígenes una co-creación. Es decir, algo que tenía su definitivo sentido en el goce co-partícipe del que lo realizaba y del que lo contemplaba. La teoría del valor, como siempre, estaba supeditada a la singularidad del actuante: a mayor destreza más encantamiento por parte del espectador, más valorado el ejercicio por la singularidad del ejecutante. De ahí que el Deporte haya estado casi siempre condicionado por la escalada de singularidad de sus ejecutantes. En sus comienzos tal vez bastaba la repetición litúrgica de un proceso de movimientos y el goce final de los movimientos bien trabados y acabados. Para comunidades enteras esta armonía era la plenitud misma del juego, y el deporte como medio de perfección corporal y espiritual un fin en sí mismo al alcance, generalmente, de las clases dominantes.

    Pero el público iba a ser también desde sus orígenes el elemento en definitiva interventor y corruptor de lo deportivo, previa manipulación del poder. El pueblo, encantado ante la magia de los ejercicios bien hechos, como encantado ante el papel de medium que el sacerdote hacía con las divinidades, demostraba con su aceptación y demanda de espectáculos deportivos que aquella era una fórmula compensatoria de su marginación. Los héroes deportivos se convertían así mismo en "mediums", como los sacerdotes, entre el pueblo y el Triunfo y la Perfección.

    Los griegos divinizaban a los triunfadores de los Juegos Olímpicos porque su función social era muy semejante a la de los dioses, los sacerdotes y los actores de las tragedias clásicas: sustituían y comprometían al público por los caminos de la Plenitud, la Omnipotencia, y la Verdad.

Teoría democrática del deporte

    Así pues, el Deporte tenía ya en sus orígenes las mismas connotaciomes fundamentales que hoy podemos considerar: medio de formación física y espiritual, medio de esparcimiento para el público y medio de control de la conciencia del público. Solemos tener una educación histórica pésima. La Historia que nos han enseñado es una historia construida sobre nombres y fechas y movida por misteriosas ráfagas. Si se realiza un ejercicio de autoclarificación se observará que, salvo en el caso de los muy iniciados o de los especialistas, la Historia se nos aparece como una sucesión de claros y oscuros. Muy claro el clasicismo greco-latino, muy oscura la Edad Media, muy claro el Renacimiento, muy oscuro lo que le sigue hasta la explosión omnipotente de la burguesía. Y sin embargo esos períodos de oscuridad no significaron el letargo que generalmente se adjudica a la marmota; todo lo que ocurrió antes y después, allí crece y de allí arranca. Quiere esto decir que también en la parcela cultural de "lo deportivo" parece como si el deporte muriera con las invasiones bárbaras, resucitara en las cortes renacentistas, desapareciera sustituido por guerras de religión y coloniales y reapareciera, ya con su filosofía de fair-play construida y a punto de inaugurarse el Estadio de Wimbledon, de manos inglesas.

    El juego deportivo, como práctica y espectáculo, sobrevivió a los apagones históricos porque no era un hecho cultural obsoleto: era una necesidad perenne y como tal sometida al tránsito, la modificación y la supervivencia. Lo que sí había desaparecido con el mundo clásico era el marco urbano apto para grandes concentraciones de masas, y con esa desaparición se iban también formas deportivas condicionadas por la civilización urbana: los Juegos Olímpicos, por ejemplo. Pero cada comunidad, por pequeña y aislada que fuera, conservaba sus juegos deportivos ancestrales que han sobrevivido hasta nuestros días; entre nosotros, tenemos la demostración tan próxima de los juegos vascos. La fiesta de los toros ha sido durante siglos un espectáculo casi deportivo y sólo la literatura postromántica la ha convertido en show metafísico-plástico.

    Los ejercicios físicos seguían ligados a la cultura del ocio y tenían expresiones "espectaculares" condicionadas por usos y costumbres sociales: los reyes de Francia jugaban al frontón y a un tenis primitivo; los lugareños levantaban piedras o concursaban en la tala de bosques. Estas prácticas deportivas, es decir, movimientos físicos gratuitos regidos por unas reglas previas, pueden aparecer a la óptica de un espectador actual como algo muy alejado de lo que hoy entendemos por deporte. Pero, si así pensara estaría muy equivocado. Casi todas las variantes deportivas actuales son modificaciones de usos deportivos antiquísimos que han viajado con la historia: el polo y el hockey sobre hierba eran juegos tradicionales del Punjab; el tenis está emparentado con el frontón jugado con raqueta; el juego con una pelota procede de prácticas de juego colectivo con balón que sirve de punto de partida tanto al fútbol, como al rugby, como al fútbol americano. Hay que desterrar la creencia de que los hechos históricos y sociales surgen por generación espontánea de una tabula rasa anterior. Cualquier descubrimiento científico se fundamenta en otros previos. La actual morfología de los usos sociales, los deportes por ejemplo, se debe a modificaciones y adaptaciones de formas preexistentes.

    Sin embargo, ha habido una serie de factores objetivos que han hecho del Deporte lo que hoy entendemos por tal. El hecho objetivo fundamental es la aparición de las masas en la sociedad moderna y el imperio de una ideología competitiva al servicio de una sociedad competitiva. Los deportes modernos no nacen porque sí en el umbral del siglo XX y en el Reino Unido. Se conforman casi todos en Inglaterra porque allí estaba la primera potencia de la era industrial, la cabeza del ariete de la ideología competitiva y en la que mayor presencia iban tomando las masas urbanas.

    El deporte iba a irradiar a todo el mundo movido por los higienistas que preveían la catástrofe biológica de millones de seres humanos "urbanizados", con sus movimientos atrofiados por la especialización laboral y los límites de la ciudad; pero paralelamente la irradiación la iban a alimentar los políticos, que veían en la práctica deportiva un medio de integración de la agresividad social condicionada por el industrialismo, y, finalmente, los pensadores al servicio del orden establecido propiciarían el deporte como una fórmula de participación simbólica en la competición; la victoria y el éxito al alcance de cualquiera: bien como ejecutante (como medium), bien como espectador inmerso en la catarsis.

    Inglaterra, suprema cúspide de la pirámide del capitalismo occidental, tenía que ser forzosamente el faro alumbrador de todo el mundo, como en la actualidad puedan serlo Estados Unidos, la URSS o la República Popular China. Inglaterra empezó creando la moda del sport al alcance de snobs y pioneros, pero fue también la que encarriló esta moda hasta su verdadera meta de necesidad cultural colectiva. Entre 1890 y 1914, el deporte moderno dejó de ser una moda para ser una manía y convertirse posteriormente en una droga. Aparentemente, los deportes modernos eran hijos de la democracia: estaban al alcance de todos como sujetos agentes o pasivos. Es indudable incluso que gran parte de su publicidad procedía de la evidente necesidad de salvar al género humano de la atrofia física con que le amenazaba la civilización urbana. Pero...

En busca de antepasados nobles

    Una de las manías más atribuidas a los nuevos ricos es la búsqueda de la legitimación nobiliaria, bien por un milagro del olvidado árbol genealógico o bien comprándola. La clase dominante del Renacimiento ya había buscado legitimidad en la cultura clásica. La clase dominante de la Roma del siglo I buscó la legitimidad del Imperio nada menos que convirtiendo al troyano Eneas en antepasado de Octavio Augusto (léase La Eneida). Los burgueses de fin de siglo no se andaron con chiquitas. En el momento en el que arranca el ancho y profundo movimiento para-deportivo, se busca la legitimidad de los Juegos Olímpicos. El deporte no sólo estaba avalado así por la opinión de los higienistas y la voluntad de los políticos; tenía además el inmenso aval protector de la Historia con mayúscula y de todas las divinidades del Olimpo.

    El barón de Coubertin es el nombre más asociado con el sentido positivo del deporte moderno. Coubertin quiso convertir el espíritu olímpico en una religión laica que instaurara entre los hombres el sentido de la solidaridad. "Lo importante no es vencer, sino participar" fue un principio moral que sólo rigió en el terreno del deporte. Precisamente en el momento en que la sociedad capitalista penetraba en la fase más aguda del capitalismo monopolista, aquella en que las reglas de competencia se convertían en reglas de exterminio del competidor, el barón de Coubertin creaba un lema olímpico en abierta contradicción con el espíritu de la clase dominante. No hay que sorprenderse si el eslogan fue aceptado por los padrinos deportivos, con términos industriales que basaban su gestión empresarial más bien en vencer y no en participar. Pero el lema olímpico contribuía a tranquilizar al hombre masa, condenado a la frustración y las limitaciones. Su vida estaba condicionada por la desigualdad de oportunidades... salvo en el acto de practicar el cross-country o de asistir a un espectáculo deportivo. Lo importante para los dueños de la tierra seguía siendo la propia victoria y que los ciudadanos se conformaran con "participar".

    El espíritu olímpico era en sí mismo positivo. Respondía a una idealización democrática de la cultura física y el espectáculo. Recomendaba sobre todo los deportes básicos, en los que el hombre luchaba en solitario, sin suscitar grandes apasionamientos: el atletismo y la natación. Recomendaba el amateurismo, puesto que el deporte era un medio de perfeccionamiento que servía para vivir más plenamente, no una profesión-fin. Es decir, el deporte se concebía como un medio de superación humana y el record y su homologación una meta variable de perfeccionamiento, cuyo alcance significaba automáticamente la propuesta de una nueva meta y mejorar al hombre y lanzar un reto contra las limitaciones de espacio y tiempo. Sin embargo, poco a poco, el deporte alcanzaba una dimensión de espectáculo de masas susceptible de ser comercializada e instrumentalizada. Entre 1914 y 1939 aparecen una serie de síntomas de la modificación fundamental:
a) Los deportes-espectáculo toman la delantera sobre los deportes puros;
b) Aparece un público masivo que convierte los deportes-espectáculo en éxitos comerciales;
c) Como consecuencia de ello, se crean grandes instalaciones de exhibición deportiva y se protege políticamente a los deportes que atraen a más público, no a los que atraen a más practicantes.

    En este período crece la práctica deportiva, pero crece sobre todo la curiosidad deportiva. El deporte se transforma en un centro de interés, en un continente de información que interesa a millones de personas. Se va formando una nueva dimensión del hecho deportivo, realmente nueva, ultimísima aportación a lo que tradicionalmente había sido el hecho deportivo. Esta ultimísima aportación era la concepción del deporte como un medio de comunicación de masas, como lo eran la Prensa, la Radio, el Cine, la Enseñanza Primaria, y como lo serían en un futuro la Televisión y la Canción de consumo.

    De los antepasados divinos de Olimpos a la manipulación de los mass media, el deporte perdía la intencionalidad fundamental de medio de perfección del hombre, medida de todas las cosas, para convertirse en un medio de control del hombre, medida de la potencia de los poderes establecidos.

Del pan y Circo al pan y Deporte

El período de entreguerras fue capital para la moderna configuración del deporte. Ya a comienzos de siglo el interés popular por la cuestión se había traducido por la aparición de los primeros mitos-símbolo, por la adopción popular de un vocabulario convencional, por la influencia del sport en modas del vestuario y del comportamiento. Al mismo tiempo aparecen publicaciones especializadas que pronto compiten en circulación con la prensa informativa.

    Sin embargo, la mitología deportiva de la belle époque se centraba más sobre los "deportes mecánicos" que sobre los deportes de destreza fundamentalmente física. La aparición de la máquina como herramienta del deportista, fascinó a los hijos del siglo: la bicicleta, el automóvil, el trineo, el globo, el avión, en una confusa mezcla de deporte real y de hazaña científica.

    Era el período del futurismo, en el que el hombre empieza a ser consciente del papel de la máquina a su servicio. Con ella puede desafiar la coalición enemiga del espacio y el tiempo mediante la velocidad. Los pioneros del ciclismo, del automovilismo, de la aviación, desplazan de las primeras páginas a los conjuntos deportivos, a los recordmans primerizos. La velocidad y su vértigo acercaban al deportista a la muerte. Los torpes juegos, las torpes máquinas iniciales creaban una fascinación especial en el espectador. Pero, una vez convertida en normativa la relación del deporte con la máquina, volvió a diversificarse la curiosidad deportiva y el ciudadano medio se convirtió pronto en un pozo de sabiduría informativa sobre toda clase de deportes.

    Se mitifican entidades, practicantes, hechos. Se cimentó el culto nacionalista del deporte, frente a la conciencia internacionalista de Coubertin y los exégetas olímpicos. La relación "deporte-política" empezó por la conversión del deporte en un escaparate de los músculos de cada nación. Los deportistas iban a defender los "colores nacionales" y a "poner muy alto la bandera del país". No es de extrañar que en el período de entreguerras, el deporte polarizase más el sentimiento patriótico que las penúltimas luchas de afirmación nacional. Pero quizá ningún acontecimiento deportivo fue tan revelador de estos extremos como la Olimpíada de 1936, convertida por el nazismo en una plataforma propagandística del racismo: la exaltación del mito ario dominante en lo físico y lo espiritual sirvió para un supraesfuerzo del atleta alemán, dispuesto a demostrar sobre las pistas y los céspedes las virtudes fatales de los cromosomas germánicos. El triunfo del fabuloso atleta negro norteamericano Owens puso tan entredicho la operación propagandística de los juegos que Hitler, sin poder superar la rabieta, se negó a entregar personalmente las medallas al atleta impugnador de las tesis de Chamberlain, Rosemberg y el Dr. Goebbels.

    Pero la relación nazismo-deporte se limitaba a ser una exageración de lo que estaba ocurriendo en todos los países. El deporte se convertía en un elemento de exaltación y afirmación nacional, en un vengador de afrentas históricas no bien resueltas en los campos de batalla. Esto en cuanto a política exterior. En cuanto a política interior, se intentaba convertir al deporte en un elemento de control, fiscalizador de las energías morales de las multitudes. Las reiviedicaciones políticas o económicas podían derivarse a reivindicaciones deportivas. Que el icono deportivo venciera podía compensar de los fracasos personales o colectivos de las masas.

    En esta evidencia el Deporte sustituía al Circo, porque de hecho, y desde la perspectiva del poder, no era otra cosa que su prolongación: pan y Circo; pan y Deporte. Lo único que se había ganado era en lo incruento de la satisfacción, pero sólo hasta cierto punto. El público ya no pedía la sangre del gladiador, pero sí reclamaba su posesión. Cada vez más, el deportista practicante va dejando de ser un hombre en lucha contra sus limitaciones físicas, para ser un criado de las reacciones de las masas.

    Esto no disminuye la indudable grandeza del deportista; se limita a aclarar el trasfondo.

    Es indudable que la lucha del corredor para superar el record o la destreza del deportista-showman (como el futbolista) para ser más diestro en su parcela de actividad deportiva, era una contribución al mejor conocimiento de la potencia humana y a la higiene social. Porque no era negativo ni el esfuerzo del deportista por superarse, ni la búsqueda en las masas de la satisfacción espectacular. Lo negativo es que uno y otro nivel se convirtieran poco a poco en enfermizos. Porque el deportista dejó de estar supeditado al fin para convertirse en esclavo del medio, y el público dejó de asistir a la "magia" del juego para presenciar un drama apasionado en el que se reflejaba, en el fondo y en la superficie, su propio drama de víctima o comparsa de la Historia.

    La prueba de lo vicioso de este planteamieeto es la pronta aparición del profesionalismo en los deportes más comercializados: fútbol, boxeo, base ball, y del profesionalismo encubierto (más o menos, mejor o peor) en casi todos los restantes deportes.

Un "mass media" como otro cualquiera

El deporte ya tiene sobre su costillar casi cuarenta años de existencia como "mass media", como medio de relación de masas. En esos cuarenta años se han configurado los distintos deportes no de una manera espontánea o a tenor de políticas limitadas, de dinámica sectorial (barrio, municipio, región, etc.). El deporte ha tenido una programación política nacional en casi todo el mundo. Era lógico, según los presupuestos deportivo-filantrópicos del siglo XIX y comienzos del XX, que así fuera puesto que el deporte se concebía como un servicio público, como una política de creación de instrumentos capaces de mejorar físicamente al pueblo. Pero la participación del Estado moderno en las políticas deportivas no ha ido por ahí y se ha dedicado a convertir el deporte en un medio de autopropaganda y, como ya he señalado, de diversión de la agresividad social de las masas. Estas dos perspectivas condicionantes han determinado que se atendiera ante todo a la protección de figuras capaces de cimentar el prestigio nacional (el prestigio del Estado) y a la protección de instalaciones deportivas colosales, capaces de convocar a las masas hacia esos enormes mausoleos de la tranquilidad civil. Una política deportiva realmente interesada en el deporte como promoción humana, hubiera atendido sobre todo a la creación de zonas deportivas indiscriminadas, de fácil acceso y utilización por parte de la inmensa mayoría. Existe un índice revelador de hasta qué punto una política deportiva se corresponde con una política democrática en todas las dimensiones: el respeto por las zonas libres para la práctica deportiva, poniendo freno a la especulación del suelo, y la obligación real de que la cultura física entre de veras y no teóricamente en los planes de enseñanza.

    Pero, aun garantizados en muchos países estos puntos por la presión vigilante del electorado, a la política deportiva, en realidad anti-deportiva, le ha quedado un importantísimo medio de mixtificación: la conversión del éxito deportivo en un medio de promoción social individual. Esta evidencia ha ido decantando a los deportistas hacia los deportes social o económicamente más rentables y hoy podría hacerse una sociología del deporte según la relación de participantes de distintas clases sociales:
— A los deportes puros concurren fundamentalmente las clases medias cuyos miembros ya tienen estudios o medios económicos para proyectarse posteriormente.
— A los deportes comercializados concurren fundamentalmente las clases bajas en busca de la emancipación económica. Dentro de este apartado se evidencia otra subclasificación:
— Los deportes más duros tienen sobre todo practicantes de humildísima condición. Son contadísimos los casos de boxeadores o ciclistas que no sean de origen proletario o lumpen-proletario.

Paradoja admisible es precisamente Onassis, quien acude en defensa de esta tesis. En cierta ocasión le preguntaron que por qué era Grecia un país de marinos:
—Porque es un país pobre y los pobres tienen que apechugar con los oficios más duros, los que le van dejando los que son menos pobres.
En el deporte pasa otro tanto. Federico Martín Bahamontes dijo en cierta ocasión que España es un país de buenos escaladores no sólo porque hay muchas montañas, sino porque el ciclismo es un deporte duro y está al alcance, con poco gasto, de las gentes más pobres. Basta una bicicleta y carretera por delante y ganas de no ser un don nadie.

    Este planteamiento es humanísimo y tal vez nunca pueda o deba desterrarse de la acción humana: sobresalir es una forma de vivir más. Pero ha contribuido a aniquilar el verdadero sentido de lo deportivo, el verdadero carácter positivo de lo deportivo. Ese carácter positivo no es la "idealidad beatífica del deporte purísimo", sino la realidad del deporte al servicio de la salud y la mejora física del hombre.

    El deporte se ha convertido en un medio de agrupar, controlar y desviar el lenguaje de las masas. Algo así como la Prensa, la Radio y la Televisión. Nada más alejado del aire libre y nada más cercano a la industria de la carne en conserva. Pero tal vez nada tan consustancial con los tiempos del "equilibrio del terror".

Deporte y "equilibrio del terror"

    Nuestra época más actual, la de ahora, la de mañana por la mañana, se caracteriza por el llamado "equilibrio del terror". La humanidad vive bajo su régimen dietético de verdad, como los diabéticos viven gracias a la insulina. Los dos poderes del mundo lo son tanto que pueden destruir toda forma de vida por el simple hecho de enfrentarse. Ante esta evidencia se impone un equilibrio de "mutual deterrence", de mutua disuasión que, como mal menor, crea una paz vigilante.

    El deporte, aunque no lo parezca, bajo su blancura de paloma amateur o bajo su parduzco color profesional, vive la peripecia histórica con igual implicación que la carrera espacial o la lucha por los mercados o la fuente de materias primas. El deporte se ha convertido —ya se ha dicho— en un medio de hablar a las masas y silenciarlas. En lo que respecta al gran pleito entre comunismo y capitalismo cumple igualmente esta función. A más de un lector no se le habrá escapado que, al final de los juegos Olímpicos, una de las informaciones más divulgadas es la cantidad de medallas que separan a la URSS de los Estados Unidos, o viceversa. ¿Por qué? Porque las medallas deportivas son símbolos y signos: símbolos de victoria deportiva y signos de victoria a secas.

    Para el público, una victoria deportiva ya lleva hoy la ganga de una victoria política. No hay guerras abiertas que decidan la victoria de Aquiles sobre Héctor o viceversa, pero sí hay "guerras referenciales" de atletismo, baloncesto, fútbol, tenis, etc. Incluso hay un desarrollo prácticamente paralelo del deporte con el nivel político o económico. En la URSS de los años cuarenta el deportista glorificado era un corredor de fondo: Kuts; en la URSS de los años setenta que lucha por niveles de consumo equiparables a los occidentales, el deportista glorificado es Metreveli, as del tenis. El atletismo o el ciclismo son deportes que poco afectan a la sensibilidad del ciudadano neocapitalista más habitual; son deportes sin charme social. En cambio, el tenis es un deporte de "promoción". La estampa de un tenista soviético triunfador puede derribar más murallas de Jericó propagandísticas que cien medallas olímpicas en atletismo.

    Los presupuestos económicos dedicados al deporte en los países vanguardia del socialismo y del capitalismo son, proporcionalmente, tan importantes como los dedicados a armamento o a la tecnología de la carrera cósmica. Cada uno de los Juegos Olímpicos es una pequeña guerra referencial en la que se juega una victoria simbólica de indudables efectos propagandísticos. Para muestra, basta el botón de la más reciente participación de Cuba en los Juegos Panamericanos. El deporte cubano obtuvo triunfos impresionantes frente a los norteamericanos. La desigualdad de envergadura geofísica agrandaba la proporción de la victoria, y la renta política de la misma fue muy apreciable.

    Sorprende que, llegados a este punto, los miembros del Comité Olímpico Internacional sigan preocupados por si los esquiadores hacen propaganda de industrias de equipamiento durante las competiciones. Es como si a un moribundo se le reprochara leer sin gafas.

    A escala individual, el deporte es un medio competitivo para superar el horror del anonimato y de que la propia cabeza sobresalga sobre la del gentío. A escala política, el deporte es un medio de alienación de las masas y un medio de propaganda política. Esto no quiere decir que el deporte haya quedado definitivamente invalidado. Ni muchísimo menos. Cada día es más evidente que el deporte es algo consustancial con la supervivencia de la especie humana. El hombre industrial o hace deporte o sufrirá una mutación que puede acabar con sus propias características biológicas. Por otra parte tampoco es de desdeñar el papel de higiene depurativa que, para el espectador, pueden tener los espectáculos deportivos.

    En una u otra función el deporte tiene un futuro honesto asegurado y su papel no sólo no disminuirá, sino que se acrecentará. Pero en el largo camino hasta la consecución de un deporte verdaderamente popular, verdadera incitación para la participación libre del pueblo, hay conquistas que no son deportivas: lentas, duras, difíciles. Hoy sabemos ya cómo debería ser la organización humana, en todas las dimensiones y desde la cultural a la económica. Precisamente por ello es tan doloroso captar las brutales diferencias que hay entre lo que debería ser y lo que es, entre un deporte programado para la mejora de la especie y un deporte programado para el control político de las masas. "¡Qué tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente!", ha escrito Durrenmatt. Pero ésta ha sido siempre la característica de la historia: luchar para que las leyes, las moralidades y las instituciones concordaran con lo que ya era justo y estaba legitimado por la realidad.

    En la evidencia de este juego repetido, la lucha por un deporte realmente al servicio del hombre pasa por una toma de conciencia de su historia y mixtificación. En las páginas que siguen no sólo se verán mitos y odas triunfales, sino también un intento de comprensión global de algo determinante del mundo que compartimos: el Deporte, el mayor Espectáculo del Mundo, su más claro síntoma... Una irrevocable esperanza.