M.V.M.

Creado el
5/4/2000.


Hacia el posnacionalismo

MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN

El País, 17 / 2 / 2000


Dije, y no digo Diego, que si el franquismo pudo reprimir y ocultar las reivindicaciones nacionalistas y proponer un único nacionalismo español como unidad de destino en lo universal, la democracia española del futuro tendrá su salud y naturaleza pendientes de cómo resuelve los pleitos de los nacionalismos interiores y las dos opciones de fondo con todas sus variantes: separatismo o confederación. El problema no es sólo español. La crisis de la identificación del Estado nación con capitalismo nacional, arrollada por la economía multinacional, favorece la deconstrucción del Estádo nación convencional y la alternativa de nuevas comunidades articuladas no sólo por intereses materiales compartidos, sino también por hechos de conciencia más o menos justificados por coartadas culturales o morales, entendiendo morales como la fijación de hábitos de conducta supuestamente peculiares a una comunidad, hábitos diferenciales como los que Ferrater Mora supuso en Formas de vida catalana. Aquellos paradigmas racionalizados por el filósofo catalán a partir de una Cataluña prefranquista, si eran dudosos como referentes hipotéticos, mucho más dudosos lo son en la Cataluña resultante del paso del franquismo y la transición. Estamos en una nueva nación real de los ciudadanos según el concepto de Habermas, sostenedor de que a partir de la conciencia de los derechos del hombre y del ciudadano aparece "... una nueva sensibilidad entre los propios miembros de una sociedad que se volvieron conscientes de la prioridad del tema de la realización de los derechos fundamentales, de la prioridad de la nación real de los ciudadanos, sobre la imaginaria nación de los miembros de una comunidad histórica y étnica".

    Si el Estado español tiene un problema de redifinición y reestructuración, los nacionalismos periféricos han de concertarse con la nación real, la formada por la ciudadanía realmente existente y no por un imaginario de ciudadanía a la medida de una nación ideal dictada por la Historia y por una voluntad esencialista. Durante la primera parte de la Transición, la izquierda catalana, fundamentalmente el PSUC, salió de la resistencia proponiendo una nueva Cataluña, asumidora del nuevo tejido social resultante de los movimientos migratorios, concepto aproximado al de la nación real de los ciudadanos. Los análisis del PSUC fueron superando progresivamente el mecanicismo interpretativo con el que el marxismo convencional había descalificado toda reivindicación nacional y contemplaba el asalto al franquismo, y un paso más allá de una política transformadora, como el resultado de la alianza del socialismo con el catalanismo popular. Pero el nacionalismo al uso reaccionó con la sospecha de que aceptar esa nueva Cataluña sólo conducía a desvirtuar la Cataluña de siempre sobre la que tenían derecho de propiedad los supuestos catalanes de siempre, supongo que herederos directos de lo preibérico, o los que abjurasen de cualquier veleidad españolista, sea la de sentirse paisanos de los ciudadanos de España, superando el punto de vista de que eran ciudadanos adosados, fuera la de alegrarse cuando Perico Delgado ganaba la Vuelta a Francia. Durante veinte años, el nacionalpujolismo ha gobernado la comunidad autónoma de Cataluña y ha marcado las pautas identificadoras de la catalanidad, explícita e implícitamente, con la colaboración de fuerzas políticas y sociales no nacionalistas, pero conscientes del déficit de catalanidad consecuencia de cuarenta años de centralismo neoimperial franquista. La palabra normalización, aunque se empleara exclusivamente a propósito de la reinstalación lingüística, representaba el conjunto de un proyecto cultural y político: asumir como normal, propia, natural la hegemonía de la catalanidad y promulgar las normas que garantizaran esa hegemonía. Era obvio que el tejido social de la Cataluña de final del siglo XX no era el de la Cataluña anterior a la guerra civil y precisaba políticas de consenso para lo que estoy llamando reinstalación de la catalanidad y un comportamiento prudente por parte de la formación política nacionalista dominante. Consciente de la virtualidad de esa nueva Cataluña, el nacionalpujolismo ha gobernado evitando un conflicto abierto, sin crear una grave quiebra social, pero sin la menor capacidad de dar un sentido nuevo a la palabra integración. Es como si hubiera confiado en el factor tiempo como un aliado para que la nación real fuera a parar a la nación pujolista. La política de hechos consumados y hechos consensuados ha aplazado el protagonismo de la nación real de los ciudadanos, sin que el pujolismo haya explicitado suficientemente de qué imaginario de la catalanidad parte, paralizado a medio camino entre el tradicionalismo nacionalclerical y la Europa de las regiones de Edgar Faure, y a veces obligado a huidas hacia adelante para compensar a su hasta ahora disciplinada clientela independentista.

    El pujolismo ha aparecido como un neonacionalismo interclasista capaz de asumir el catalanismo popular y el posibilista u oportunista de otros sectores y estamentos sociales, incluidos amplios sectores del franquismo sociológico catalán reciclado. Pero a cambio de no autoclarificarse nunca, y no planteo esa autoclarificación según los términos que suele usar la derecha española: fijar los límites de la reivindicación nacionalista. El pujolismo actúa consciente de esa nación real, pero sin querer connotarla, no fuera a poner en cuestión postulados y métodos esencialistas que no han conseguido ocultar sin estafa la imposibilidad de un nacionalismo interclasista hasta la metafísica. Aparentemente, el neonacionalismo pujolista sigue demasiado pendiente de un discurso postromántico y en buena medida, como todos los neonacionalismos en ejercicio, debe su éxito finisecular a la quiebra de las grandes cosmogonías sociales cuestionadas por la forma y el fondo de la derrota del socialismo real en la Guerra Fría. Todavía el neonacionalismo que puede afectar en Europa a Estados tan estructurados como el francés, el español o el italiano, no ha sufrido un enfrentamiento directo con los señores de la globalización y su batalla ha sido de estar por casa, frente al enemigo tradicional e identificador, el Estado jacobino o centralista autoritario como el español. Cabe valorar la ayuda que ha prestado al nacionalpujolismo y a su equivalente vasco la inhibición o la impotencia de la izquierda para ofrecer una alternativa de proyecto, cuando no la complicidad social de los aparatos dominantes en la izquierda política, aliviados en Cataluña porque cuestión tan espinosa, pero venturosamente desarmada, como el nacionalismo catalán, quedaba en manos de nacionalistas pactistas. La activación crítica de la izquierda en los dos últimos años se debe al evidente desgaste biohistórico del nacionalpujolismo en Cataluña y del PNV en Euskadi y a los riesgos de descontrol que pudieran derivarse. Ante la posibilidad de despiece de la túnica sagrada, la nación real de los ciudadanos debería optar a elaborar una túnica laica y no reclamar una parte de la reliquia, y por su parte, la nación real de los ciudadanos de España debería superar la acomplejada alarma ante Cataluña o Euskadi, por el procedimiento de considerar como propios sus patrimonios culturales y lingüísticos, pedagogía que debería asumir en primera instancia el Senado como Cámara territorial, donde pudiera hablarse en catalán, gallego y euskera como paso previo para que estas lenguas y los hechos diferenciales que representan formaran parte de la educación general básica de la nación real de los ciudadanos de España, por encima del riesgo de construir un Estado de ciudadanías adosadas.